Resulta curioso que, dada la consideración de film de culto que posee ‘El precio del poder’ (‘Scarface’, Brian De Palma, 1983) —a juicio de quien esto firma, una buena película—, haya salido elegida en esta santa sección el film original dirigido por Howard Hawks, codirigido con Richard Rosson, en 1932, lo cual me ha dado la oportunidad de revisar una de las mejores películas de gangsters que se han realizado, y una de las obras maestras de su director. Con un guion del gran Ben Hecht —¿cuántos guionistas actuales pueden compararse con él? Exacto, es una pregunta retórica— narra el ascenso de un delincuente de procedencia italiana hasta convertirse en todo un jefe del crimen organizado. Cuenta la leyenda que una de las figuras en las que se inspiró el film fue el mismísimo Al Capone, al que le gustó tanto la película que tenía una copia de la misma para su disfrute personal.
Hecht ya tenía cierta familiaridad con el cine de gangsters debido a su participación en la imprescindible ‘La ley del hampa’ (‘Underworld’, Josef von Sternberg, 1927) y su trabajo en la presente alcanza la más absoluta perfección, pero no es menos la labor de Hawks, grande entre los grandes, y que consideraba esta como la mejor película que había dirigido. Vista 80 años depués de su estreno sorprende por el atrevimiento de la puesta en escena y su extrema violencia, y sin dejar de estar de acuerdo con Hawks, colocaría el film al lado de otras obras maestras suyas como ‘La fiera de mi niña’ (‘Bringing Up Baby, 1938), ‘Rio rojo’ (‘Red River’, 1948) o ‘El Dorado’ (1966). Ahora bien, es posible que estemos hablando de su film más enérgico y rabioso.
La primera secuencia del film es toda una declaración de intenciones y un claro ejemplo de cómo utilizar con sentido común y coherencia una cámara de cine. Esta atraviesa paredes mientras sel interior de un local para presentarnos a un personaje, un mafioso que momentos más tarde es asesinado en off mientras vemos la silueta de Tony Camonte (Paul Muni) efectuando un disparo. Hawks realiza toda la secuencia sin cortar el plano —esto es, en plano secuencia— utilizando un silbido y el posterior disparo como elementos narrativos. El cine estaba cambiando, el sonoro hacía nada que había irrumpido en las salas cinemtográficas, y Hawks, lejos de utilizarlo para comprobar las voces de los actores —fue lo que se hizo en muchas películas— lo empleó de forma envidiable marcando con ello, entre otras cosas, el carácter del personaje central.
El silbido anuncia que se producirá un asesinato, y el sonido de una pistola, y sobre todo una metralleta —elemento muy explotado en el remake, quizá demasiado— marcan el lado más violento y firme de Camonte, su rabiosa firmeza a la hora de hacer negocios y sobre todo lo que a él le dé la real gana. Camonte es un delincuente que está por encima del bien y del mal, su aparente falta de conciencia choca con el amor desmesurado —con connotaciones de incesto aún más pronunciadas que en la versión de De Palma— que siente hacia su hermana. Camonte es prácticamente un niño caprichoso que si no se sale con la suya reacciona violentamente. La teatral compisición de Paul Muni le queda como anillo al dedo al personaje, una bomba de relojería que puede estallar en cualquier momento. Los excesos del actor no son tales si tenemos en cuenta la cambiante y obsesiva personalidad de Camonte, el mismo camino seguido por Al Pacino en el remake con su rol cubano.
Ascencsión y caída, como mandan los cánones del género, de un gangster con aires de grandeza y totalmente egocentrista. Un guión milimétrico que condensa una historia en apenas hora y media, y una puesta en escena que aboga por la síntesis como arma, nunca mejor dicho, narrativa. Además de algunos plano-secuencia, Hawks echa mano del fuera de campo de forma soberbia al filmar muchas de las escenas violentas de esa manera. Según el gran François Truffaut la mejor secuencia del film es el asesinato en una bolera del personaje interpretado por Boris Karloff, un ejemplo perfecto de utilización de montaje y sonido. Hawks demuestra su nervio en escenas como la citada, y también en aquellas que parecen de transición, como la realizada en un descanso de la obra de teatro que está viendo Camonte y que cuando este se levanta para fumar un montón de guardaespeladas se levantan de sus asientos para proteger de posibles ataques al nuevo jefe del crimen, que ya se codea con la alta sociedad. En las escenas de persecución o tiroteos —siempre con las armas en primer plano— dicha energía explota en todo su esplendor acorde con el tono de la historia.
El polémico Howard Hugues fue el productor del film, que en la época quiso servir de voz de la conciencia del ciudadano que permanecía impasible ante la creciente oleada de crímenes del país. De hecho, hay que agradecerle a él el final que el film posee, aquel que termina con el asesinato de Camonte a manos de la policía despues de que aquel haga la reflexión de su vida al darse cuenta de su verdadera y problemática personalidad en un clímax único lleno de dramatismo. Hawks filmó otro final —de hecho filmó varios— en el que el espectador toma el punto de vista de Camonte cuando es ajusticiado en la horca. Seco y contundente como pocos, pero realiza ese cambio —cualquiera de nosotros podría ser Camonte— con lo que el film se resiente. En cualquier caso, el final que todos conocemos es preferible, al menos por mí, mucho más contundente y directo, amén de su crueldad y violencia. Una obra maestra irrepetible que incluso se permite juegos con el atrezzo, como esas X que pueden apreciarse antes de cada asesinato, y que Martin Scorsese rescataría para su poderosa ‘Infiltrados’ (‘The Departed’, 2006).
Ver 54 comentarios