Inspirada lateralmente en una historia real, esta es una de las películas de Sydney Pollack que más fama ha obtenido a posteriori, seguramente no tanto por su éxito en taquilla o por el protagonismo de un Robert Redford en su apogeo actoral, sino por algo mucho menos obvio, su exitosa y larga serie de reposiciones televisivas, que la han convertido en una película tanto de medianoche como de media tarde, incluso una habitual en muchos de los ciclos de westerns programados por televisiones autonómicas.
La película es bastante simple, de hecho su argumento es de una delgadez conceptual encomiable: un hombre, cansado de la guerra, se refugia en las montañas para descubrir que una epopeya de supervivencia todavía peor le espera, incluyendo problemas con otros hombres y sobre todo con una naturaleza con la que cabe llevarse bien sin esperar antes un proceso de adaptación cuanto menos arduo. Ese hombre es un veterano de aquella guerra mejicana que ocurrió entre 1846 y 1848 y que enfrentó a América con su país vecino por aquella independencia tejana que tanto indigestó a los mexicanos. Las montañas, claro, son un contraste a ese pasado que el protagonista huye, pero también son un gran ejemplo de romanticismo.
Pero no hablo del romanticismo europeo, ni inglés ni francés, sino de un romanticismo americano, que viene a ser el enfrentarse a la naturaleza, es deicr, el ser violento contra los peligros de un mundo por colonizar. Me sorprende que la película no la dirigiera John Huston, pero el trabajo de Pollack es correcto y respetuoso con el pathos de su historia, acentuando en los paisajes y en esa fotografía impresionante, obra de Duck Callaghan, luego operador de ‘Conan el Bárbaro’ (Conan the Barbarian, 1981) dirigida por John Milius que, no es casualidad, es el guionista de esta película junto a Edward Anhalt. Aunque aquí el diálogo está de más, es una película de acción, en el sentido más literal de la palabra.
Desconozco si Milius escribió la escena final, pero me parece digna de su poética, él que tanto se ha definido como un anarquista zen. Una vez el guerrero encuentra la paz, ya no hay más antagonismos posibles: me parece un final interesante, nada grandilocuente, que convierte al viaje en una especie de oda zen al espíritu asilvestrado. Creo que esta película se ve agradablemente, se admira sin problemas y es un fiel ejemplo de un cine de aventuras que no temía entonces a ser más violento, más imprevisible. Tan solo Peter Weir, cineasta australiano que despuntó en los setenta, parece haber recogido ese testigo.
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