En la década de los cincuenta, el destino de unos estudiantes de un severo instituto para hombres se verá trastocado con la llegada de un nuevo profesor, John Keating (Robin Williams) cuyo entusiasmo por la creatividad choca de manera frontal con el sistema.
Esta celebrada y famosa película ha tenido, además, la virtud de envejecer relativamente bien. Los espectadores han sido muy agradecidos con ‘El club de los poetas muertos’ (Dead Poets Society, 1989) y pueden ahora reconocer en ella actores jóvenes cuyas carreras ya se han visto consagradas, más o menos, en cine o televisión.
Josh Charles o Robert Sean Leonard serán familiares a los adictos a las series mientras que Ethan Hawke será reconocido en su juventud por los cinéfilos. La película ganó el Oscar al mejor guión original, premiando así a Tom Schulman guionista de breve trayectoria, poco interesante. Curiosamente, de todas las nominaciones que obtuvo la película, ganó el premio más discutible y a uno de los responsables de que esta película estropee, parcialmente, el trabajo excelente de Robin Williams y Peter Weir.
La película transcurre en la conservadora y aristocrática academia preparatoria Welton. En ella, el profesor revolucionario, encarnado por un Williams asombroso y también insólito en su vena de contención, cambia el destino de unos cuantos alumnos. Pero empiezan los problemas.: aunque la película transcurra en los cincuenta, muy pocas (o casi ninguna) referencias se hacen al orden histórico, político o social dominante, como ha dejado dicho ya Jonathan Rosenbaum.
De hecho, los conflictos dramáticos de la película son simplones y contrastan con un trabajo muy contenido de dirección, que se esfuerza por no enfatizar ni simplificar los clímax de la película. La película produce la sensación de que trata sobre la rebelión, pero, en realidad, su verdadero tema es que hay unos estudiantes que, en edad impresionable, se dejan asombrar y se ilusionan. Nada más.
Todo esto está en el conflicto dramático principal de la película, el del joven Neil Perry (Robert Sean Leonard) cuya pasión por el teatro potencia la desaprobación severa de su padre. Tanto las reacciones del padre como del hijo son desproporcionadas. Aunque el punto del guionista sea señalar la desproporción de la autoridad, más bien la simplifica: ningún padre, ni siquiera en una ciudad conservadora, se vería amenazado por actuar en una obra de Shakespeare. Más bien le procuraría al hijo una manipulación adecuada para que comprendiera que las cosas serias son Harvard y la medicina, pero con tal de poner al espectador del lado de una creatividad que nada significa.
En ese sentido, es un hábil juego de manos para disimular la ignorancia de muchos de los espectadores. A fin de cuentas ¿no es el teatro una actividad plenamente aceptada en la élite de la educación norteamericana? ¿Qué sentido tiene desarrollar el conflicto dramático en esas líneas? Bien, aprovechando la ausencia de contexto histórico, de la película y de sus espectadores, el relato que se nos presenta, con una fecha y lugares concretos, resulta inverosímil.
El único conflicto atractivo es el del chico tímido, Todd, encarnado por Ethan Hawke. Usa la poesía el profesor y recuerda la importancia de estar seguro de sí mismo. Pero ¿para hacer qué? ¿lograr qué? ¿Cuestionar qué? El guión no se atreve a ir más allá porque no quiere formular verdaderas preguntas, sino cursiladas de manual, lo cual resulta ofensivo a poco que uno se pare a pensar en lo que la película está verdaderamente contando y denunciando, esto es nada o poco.
Rescata el guionista la locución latina, de Horacio, Carpe Diem y ofrece lo que podríamos decir su versión contemporánea. Para cualquier lector familiarizado con la poética de Fotolog y sus variaciones y consecuencias en otras redes sociales, no resultará extraño comprobar como la juventud usa Carpe Diem como equivalente al nihilismo desenfrenado de sus fiestas y sus irresponsabilidades y no en el sentido original, de “tomar el día” que apelaba a la belleza (de la vida propia) pero también a la responsabilidad en el presente, entendiendo esto último como una rebelión personal de Horacio contra los epicureos (no por casualidad fue el poeta latino un seguidor de la doctrina en su juventud).
Schulman usa unos versos de Whitman, un profesor divulgador y simplifica la historia. En el contexto de una historia de adolescentes que están en edad de alucinar, es un detalle razonable el de la explicación y el uso. Pero, de nuevo, el profesor detiene su lección. Toda su rebelión consiste, precisamente, en cuestionar de manera inofensiva la realidad. Otros detalles lamentables del guión son dignos de película de ciencia ficción: ¿qué clase de adolescente (¡varón!) llamaría a la chica de sus sueños rodeado de amigos? ¿En qué clase de universo paralelo sucede esta historia donde los adolescentes de una sociedad altamente patriarcal y autoritaria no sienten rubor por algo tan “femenino” como los sentimientos? La verosimilitud se pierde, y uno se figura que la película transcurre en los años cincuenta de Norteamérica por el vestuario, los peinados y alguna cancioncilla de rock.
Aunque Williams y Weir merecen mis halagos, destaco la labor del último en el eficaz clímax final, así como la banda sonora de Maurice Jarre, y el apto y a ratos magnífico trabajo de fotografía de John Seale rehuyendo de las luces de refuerzo y captando con brío, naturalidad y sobriedad Nueva Inglaterra, me gustaría que este correcto melodrama hiciera algo más que apelar a la emoción mediante dirección y actores y lograra sus efectos con potencial dramático. Es una película entretenida y correcta, aunque no hay demasiado más.
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