“Vivo. Amo. Mato. Y me doy por satisfecho” – Conan (Jason Momoa)
Cuando un equipo de cineastas por fin se toma en serio un material previo, material consistente en novelas y relatos de los años treinta del pasado siglo, y en cómics de los setenta y ochenta, que el que suscribe ha devorado desde muy pequeño y que por tanto forman parte de su educación cultural y sentimental, es muy difícil escribir una crítica sobre esa película, al constatar que contiene tantas virtudes como defectos, pero también resulta apasionante. Es una lucha contra uno mismo para evitar caer en la nostalgia y explicar las sensaciones que se han tenido durante el visionado de la forma más honesta posible. Tanto en lo bueno (que es bastante más de lo que muchos quieren ver, cegados por los prejuicios habituales ante este tipo de cine) como en lo malo (que no es poco y que a punto está de hundir una película que se merecía más y en la que se nota el esfuerzo de sus responsables). Porque a grandes rasgos puedo decir, de inicio, que durante más de tres cuartos de hora de película (hacia la mitad de su recorrido) me sentí inmensamente feliz de estar viéndola y disfruté como hacía tiempo que no lo hacía con una película de aventuras, pero que otros aspectos y otros momentos de la cinta me hicieron sentir incómodo cuando no triste porque se podía haber hecho bastante más.
En verdad Conan es un personaje muy cinematográfico, pero al mismo tiempo requiere de una sensibilidad muy determinada para cristalizarlo en una gran película. Una sensibilidad que, me temo, no anda muy en boga hoy día, ni desde la imaginación de los cineastas, pues la mayoría carece de capacidad de sugerencia y de sentido atmosférico con la cámara si no dispone de doscientos millones de dólares, ni desde la de los espectadores, acostumbrados a un cine lujoso y aséptico muchas veces vacío. Perteneciendo al género fantástico, y más concretamente al de espada y brujería, ni siquiera existen muchos títulos destacados en ese género en pasadas décadas, y menos ahora, pues están de moda películas hiperestilizadas y abarrotadas de infografía y de presuntuosidad. Para mí que la esencia de Conan, desde su aparición en el mítico Weird Tales de 1932, es muy otra: la de indagar en los instintos más primarios y más nobles del hombre, desde una perspectiva historicista y un sentido rabiosamente pulp, y hacerlo con una sencillez y una mística, con violencia salvaje y romanticismo arrebatado, no exentos de existencialismo. Y mucho de eso lo consigue la película de Marcus Nispel.
Cuando Robert Erwin Howard le dio vida, en el magnífico relato ‘El fénix en la espada’ y después en bastantes relatos y una novela definitiva sobre el personaje, quiso expresar por medio de la aventura infinita algunos de los recovecos más íntimos, fieros y melancólicos de su propia personalidad atormentada, fluctuante entre lo grandioso y lo desesperado, antes de quitarse la vida en 1936. Los legendarios comic-books de los años setenta, primero gracias al talento de Barry Windsor-Smith y luego al de John Buscema, establecieron la mitología y la personalidad modernas de un anti-héroe que es mucho más que un bruto asesino o un buen salvaje salido de la montaña: un aventurero errante bajo cuyo punto de vista descubrimos la hipocresía, el carácter despiadado e inhumano, la falsedad del “mundo civilizado”. Son estos aspectos, unidos a la imaginación de dibujantes y guionistas para intentar epatar a sus seguidores, los que han contribuido a que se erigiera en un icono cultural y de ficción. Ni que decir tiene que la floja película de 1982, protagonizada por un Arnold Schwarzenegger (que no era un actor interesante, aunque en el futuro mejoraría bastente) totalmente fuera de casting y que en la actualidad está considerada por algunos como un “clásico” (si esto es un clásico, ¿qué son ‘Centauros del desierto’ (‘The Searchers’, John Ford, 1956) o ‘Drácula’ (‘The Horror of Dracula’, Terence Fisher, 1958)?), porque creo que estas sí son clásicos y aquélla no) no capturaba ni una mínima parte de esos elementos nombrados.
Por eso el mayor error, bajo mi punto de vista, que un espectador puede cometer a la hora de ir a ver ‘Conan, el bárbaro’, versión 2011, es pretender equipararla, en empaque, grandiosidad visual o lujo escénico a títulos como ‘El señor de los anillos’ de Jackson o cualquier moderna superproducción de cientos de millones de dólares, porque la película de Nispel no lo es. Está financiada por productoras no americanas, potentes y con distribución mundial, pero independientes y por tanto no tan capaces de asumir los costos enormes de una película gigantesca. Más bien estamos ante un proyecto de marcado carácter artesanal, lo que en el fondo se agradece, y los guionistas y el equipo técnico han sabido exprimir muy bien ese carácter en la mayoría de las secuencias, aunque también es cierto que no siempre les sale del todo bien y hasta pueden incurrir en algunas torpezas. Por mi parte, el único problema es que se nota demasiado en su tercio final que, recordándolo, no es que sea horrible, pero sí desmerece del resto del conjunto, y con él voy a empezar a repasar los defectos de la película para luego hablar de las virtudes.
Sombras de la puesta en escena
Sin duda el mayor defecto que padece esta película es el fuerte contraste entre el tercio final, una vez que la protagonista femenina es por fin apresada por la bruja y su padre, y todo lo demás, hasta prácticamente el final. De pronto, todo parece aún más apresurado y endeble que el resto, y pasamos por varios acontecimientos sobrevolándolos y con un clímax final que no alcanza ni el diez por ciento de lo que era de esperar. Es posible que se quedaran sin presupuesto, o sin ideas, o ambas cosas, pero tampoco es una excusa. De pronto las buenas ideas de guión que hasta entonces habían trufado la aventura, la tensión acumulada durante hora y media de película y la atmósfera bastante conseguida del resto se diluyen, y salvo el intenso momento de los tentáculos ese final sabe a bastante poco, sobre todo porque da la impresión de que con más tiempo, esfuerzo y dedicación podrían haber conseguido bastante más. Momentos como la caída de varios kilómetros al pozo de lava…luego soslayada por la aparición de una oportuna cornisa de piedra, el descubrimiento de Conan de una uña de metal de la bruja como pista…cuando era mucho más sencillo mostrar el camino a seguir de muchs otras maneras, o la victoria final de Conan, dejan un regusto amargo. Suerte que el epílogo es bastante emocionante y hace olvidar ligeramente todo ese tramo.
Hay momentos del prólogo, así mismo, que valen más por lo que se busca que por los resultados, con una dirección de actores ora sólida, ora errática, sobre todo en la caracterización del niño Conan (interpretado por Leo Howard con valentía y carisma, pero claramente sobreactuado y con un marcaje de dirección que da la impresión de que no han sabido orientarle debidamente). La Cimmeria natal del personaje, por otro lado, queda bastante desdibujada y muy superficial, sin rasgos culturales o folklóricos destacados, sin personajes que ofrezcan un contraste a padre e hijo. En definitiva, sin una mística consistente, por mucho que se hayan esforzado (y lo han hecho) en la escenografía y los detalles. Tampoco ayuda un guión que en lo global quiere abarcar demasiado, sin conseguirlo muchas veces, y en lo particular se queda demasiado corto, y eso que le hubiera bastado con unos pocos minutos más por personaje. No tiene nada de malo avanzar en la trama a toda velocidad, pero en ese caso no merece la pena detenerse en cuestiones que dejan la búsqueda de Conan bastante deslavazada. Desconozco si el guión necesitaba de más reescrituras o si hay muchos pasajes no incluidos en el montaje final, pero para haber alcanzado una tensión mayor tendríamos que haber seguido al anti-héroe en todo momento salvo secuencias imprescindibles.
Marcus Nispel realiza su trabajo más redondo hasta la fecha (difícil no era…) pero sigue empeñado en cortar demasiado las escenas, sin darles el suficiente tiempo para que respiren de manera natural, o en soluciones visuales más dignas de un videoclip, en bastantes ocasiones, que diluyen el buen trabajo que hay delante de la cámara. Por suerte, se ha tomado en serio su trabajo, se ha creído el personaje y ha dirigido bien a los cuatro actores protagonistas, pero seguiremos añorando a un director de fuste capaz de filmar con más vigor, personalidad y audacia. Se agradece que haya sido capaz de respetar el espíritu del original e intentar otorgarle interés para las nuevas generaciones, pero el cine que Nispel lleva en su interior es de vuelo estético limitado, y otros cineastas podrían haber llevado a cabo esta empresa con mayores garantías. Su sentido visual a veces es el apropiado, pero otras deja demasiado patente la estrechez presupuestaria, algo imperdonable en un cineasta, disponga del dinero (y del tiempo) del que disponga. La música de Tyler Bates (no precisamente una estrella en esto de las BSO) es correcta pero impersonal, aunque le da ritmo a las secuencias de acción, y en general a la trama le habría beneficiado no contar una historia de venganza sino participar más de los detalles.
Luces de una aventura trepidante
Uno de los grandes aciertos de esta película es el protagonista, Jason Momoa, del que muchos dudaban que fuera capaz de encarnar al personaje con solidez. Y el resultado es muy otro: Momoa clava al personaje. Él es Conan, un Conan bastante joven y desvergonzado que se beneficia de muchos de los rasgos que le proporcionara Howard y de la presencia y la fuerza expresiva que se veía en los cómics. El carisma y el adueñamiento de la pantalla por parte del actor son incontestables, y él soporta el peso dramático de la película como el que respira, sabiéndose en uno de los papeles de su vida. Se mueve, corre, salta y lucha como una pantera y pasándoselo en grande. Su impresionante condición física le asemeja considerablamente (y lo sabe) a muchas de las creaciones del gran Frank Frazetta, y es capaz de ofrecer una buena variedad de registros, y siempre creíbles. Pero ante todo maneja la espada y transmite una fiereza muy de agradecer en los combates, hartos como estamos algunos de una acción tan falsa y limpia. Aquí todo se ve muy bien: las vísceras, los miembros cercenados, los chorros de sangre y toda clase de mutilaciones y salvajadas. Bienvenidas sean.
Pero Momoa no está solo, y logra una gran compenetración con la guapísima y sensual Rachel Nichols. La química entre ambos es estupenda. En oposición, otra pareja, la formada por un bestial Stephen Lang (que se beneficia de su gélida mirada y su voz que más que hablar ruge) y una muy bien caracterizada Rose McGowan (de la que se rumoreó durante un tiempo que sería la nueva Red sonja), que en su creación de esta bruja cruel y tenebrosa lo borda, y hasta Howard se habría sentido orgulloso de esa creación. Pero otros personajes episódicos, como los del ladrón tuerto, o el leal amigo de Conan en el barco, o los secuaces de Khalar Zym, o el padre de Conan (estupendo Ron Perlman), no desmerecen, y consiguen un collage de rostros, rasgos y actitudes bien conjuntado. Rodeados todos ellos de un diseño de producción muy inteligente, que no apuesta por lo espectacular si no por lo realista, y de una dirección de fotografía de Thomas Kloss que extrae mucha belleza y tenebrismo de las localizaciones europeas elegidas (principalmente en Bulgaria), y que confluye con la puesta en escena de Nispel para crear un mundo fantástico, pero verosímil. En definitiva, el equipo ha bebido de las mejores fuentes gráficas y literarias para crear una hybórea que está viva y que sabe a poco porque la historia no se detiene ni un minuto.
Desde la secuencia de la cárcel de esclavos, pasando a la magnífica persecución de Conan al carruaje que él cree de Khalar Zym, en la que duele cada golpe y que está muy bien planificada de imagen y sonido, hasta la secuencia del combate en el barco, que termina con una euforia por preservar la vida, una alegría juvenil casi espontánea, ‘Conan el bárbaro’ es una notable película de aventuras. Y en medio, claro, está la brutal secuencia, larguísima y muy bien hecha, de la pelea contra los monstruos de arena y el primer combate contra Zym. En todo ese largo fragmento, que dura casi una hora, y salvo pequeños detalles sin importancia, Nispel se muestra inspirado y la producción está a la altura. Es una verdadera lástima que, como ya comenté más arriba en los defectos, el tercio final, sin venirse abajo estrepitosamente, no mantiene el ritmo ni la altura, ni mucho menos la emoción. En las próximas semanas se comentará lo poco que ha recaudado esta película en USA (a mí no me sorprende, siendo una cinta con calificación NC-17, es decir, para mayores de 18 años, lo que siempre es una gran limitación), y de algunos defectos incontestables, pero yo me quedaré con esos tres cuartos, o casi una hora, en los que ví al antihéroe por antonomasia de la literatura y los cómics, me sentí en hybórea y viví una aventura física, salvaje y adrenalítica, feliz de existir y de contar las peripecias de un aventurero errante en un mundo despiadado.
Imágenes como “el mensaje” con la catapulta, las llaves en el interior del cuerpo del carcelero, el júbilo al salvar la vida después de una muerte casi segura, la chica guapa atada y amordazada para que no moleste demasiado, su casi transformación final desde su presencia luminosa a casi convertirse en una diosa oscura, la degustación de la sangre de las vírgenes, o los muchos combates (todos ellos realmente muy buenos) redimen los fallos de una película que podía haber sido mucho más.