Parecía un sencillo traslado de presos, usando un avión. Pero, por supuesto, no lo es. Un motín ha sido preparado, por el temible criminal Cyrus El Virus (John Malkovich) y otro de los presos, un honrado ranger llamado Cameron Poe (Nicolas Cage) será el encargado de salvar la situación.
Hubo un tiempo, y no era un tiempo tan lejano y sí uno defenestrado, en el que se podía hacer un cine de acción de altas convicciones viriles, grato sentido del ridículo y un montón de baladas country como banda sonora, cuando no otras modalidades del pop melódico. Era un tiempo dominado por Jerry Bruckheimer en la producción, era un tiempo en el que 'Con Air: Convictos en el Aire' (Con Air, 1997) llego como fiesta y prematuro adiós, como jolgorio y como grato viaje de un fin de curso que no se había señalado.
Encerrados en esa pobreza argumentativa, simple réplica que oculta más nuestra indiscreción en vez de mostrar orgullo, que supone el "es que aquellas películas no eran muy buenas, pero muy divertidas" o el no menos detestable, irritante y mísero "un poco exageradas y tontas, pero te lo pasabas muy bien" se oculta un deseo de no entender que la propuesta clave de aquellas - incluyo esta - películas no era tanto dar por sentada una inteligencia como un sentido común - cada vez más extendido y cada vez más lúdico - que permitía aceptar no el tópico como tal sino como excusa para un derroche expresivo de especialistas al borde de la muerte, dirección más o menos espectacular y a ratos estilizada y un gran chorreo de frases lapidarias.
Este es un gran ejemplo. Ciertamente, como en otros exponentes del género, las mujeres pintan poco y aparte de tener a Trisha Yearwood cantando una balada central y a Monica Potter trayendo a una hija, uno lo que hace es asistir al proceso de histeria y mutua lealtad que se establece entre un Nicolas Cage de loco pelazo y un John Cusack al límite, mientras John Malkovich compone a un maravilloso villano y Steve Buscemi ejerce de inolvidable - y siniestro - alivio cómico.
La película no sabe, literalmente, donde parar. Es por eso que lo que parece una historia más de aterrizaje forzoso, variación del cine de catástrofes de los setenta, termina siendo una versión enloquecida del esquema de películas de colegas y una perversión feliz de casi cualquier película anterior, con unas dosis de destrucción urbana casi insuperadas en su clímax final en el que estrellar un avión se hace de la manera más bestial - y festiva - posible.
De lo que trata esta película, que no ha dejado de ser la mejor de un Simon West que ha ido empeorando conforme la seriedad o el exceso de sentido de parroquia - como en 'Los Mercenarios 2' (The Expendables 2, 2012) - han ido despojando de este temprano y asombroso descaro, marchitando su felicidad y diezmando sus posibilidades, es de disfrutarla. Pero aquí todo funciona, y todo brilla, solamente así una película puede permitirse ser trepidante con la posible muerte de un secundario entrañable y resolver la escena con el antagonista amenazando de muerte ¡al conejito que el héroe quiere regalar a su retoña! A veces el cine es articular grandes tonterías y hay algo tan inútil como hermoso en ello.
El cine de acción era un cine de amigos - no en vano fue la buddy movie o película de colegas la que abrió paso al género en los ochenta - porque en ella se hacían improbables amistades pero también se certificaban fuera de la pantalla; la amistad como elemento vertebrador y mágico que todo lo vuelve coherente, desde la increíble actitud de hombres felices y negados a comprender atisbo femenino hasta la amistad de cualquier tipo de varones, de gimnasio o de biblioteca, que saben y que apuestan por un colegueo que atraviese películas sin jocosidad y con gran sentido del honor, de la aventura y del humor. El que no ha dejado de ser el sentido de una gran amistad. A mi compañero Mikel también le agradó.
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