Que el cine basado en cómic se aparte del género de los superhéroes y, por ende, de las grandes editoriales, es un motivo de celebración que, desafortunadamente, no se produce tan a menudo como fuera deseable por obvios motivos de taquilla y acogida de público. A fin de cuentas, las coloristas historias de tipos con mallas son rival insuperable de las otras muchas que, dando una vuelta por el catálogo mensual de venta anticipada de cómics estadounidenses, se pueden encontrar de forma regular.
Aún así, parece que éstas han ido encontrando poco a poco acomodo y no se han conformado con el paso de los años con estrenos de tapadillo y producciones que, como la que hoy nos ocupa, muy poca gente fue capaz de asociar en su momento a la novela gráfica que le servía de base, máxime cuando venía firmada por un cineasta que con 'Una historia de violencia' ('A History of Violence', David Cronenberg, 2005) daba un giro radical a su trayectoria, abandonando el tipo de cine con el que se le identificaba desde que se sentara por primera vez en la silla de director, allá por finales de la década de los sesenta.
'Una historia de violencia', la novela gráfica
Publicada en 1997 por Paradox Press y posteriormente por Vertigo, ambos sellos para adultos en el seno de la DC, 'Una historia de violencia' es una de esas novelas gráficas que, leídas, a uno le es imposible olvidar, no tanto por la calidad de su contenido gráfico, sino por la inusitada fuerza con la que éste se da la mano con el guión para concretar una historia llena de matices y con personajes que, tras sus cerca de trescientas páginas, uno termina sintiendo cercanos y familiares. Fuera de toda duda queda que esa era la intención primaria de John Wagner.
Guionista forjado en el mundo editorial del cómic británico, y responsable de algunas de las mejores y más bestias historias del ese 'Juez Dredd' que él mismo creó junto a Carlos Ezquerra, Wagner se aleja aquí de la megalópolis futurista en la que se mueven los jueces y sus ajusticiados para llevarnos a la aparente vida bucólica de un típico pueblo de la franja central horaria estadounidense. Allí conoceremos a Tom McKenna, el propietario de la arquetípica cafetería yanqui, y a su idílica familia. Cuatro personas "normales" cuyas existencias discurren tranquilas y felices.
Pero la felicidad no es precisamente el motor que mueve 'Una historia de violencia', y el análisis que hace Wagner de los instintos más primitivos del ser humano encuentra a lo largo de la narración momentos de extrema crueldad que se apoyan en el sucio y desgarbado planteamiento gráfico de Vince Locke, conformando al artista como el idóneo para transmitir esa sensación de crudeza y sordidez que desprende el descenso al infierno del modo de vida americano que representaban los McKenna. Un modo de vida falso que se desmorona en cuanto se rasca sobre su impoluta y muy delicada pátina.
'Una historia de violencia', Cronenberg inconmensurable
Atraído siempre por la condición humana, por el concepto de "nueva carne" que de forma tan abundante había explorado a lo largo de su filmografía y por las historias incómodas, esas que nunca dejaban indiferente al espectador que ante ellas pudiera llegar a sentarse, David Cronenbergb sólo se había alejado en dos ocasiones de la temática de corte fantástica que, hasta 1991, regía por completo —salvo una excepción— las doce producciones en las que el canadiense había incursionado. Sería tras su lisérgica 'El almuerzo desnudo' ('The Naked Lunch', 1991), que los intereses del director cambiarían momentáneamente de dirección.
Así se pueden entender esos dos dramas que fueron 'M. Butterfly' (id, 1993) y el acercamiento a la "nueva carne" bajo otros parámetros distintos a los fantásticos que fue la adaptación de la novela de Ballard, 'Crash' (id, 1996): dos producciones que entroncan de pleno con las obsesiones del cineasta y que, en última instancia, quedan lejos de servir para prefigurar el giro que Cronenberg dará a su filmografía con 'Una historia de violencia', el título que abrirá una nueva etapa en la carrera de uno de los directores más personales e interesantes de las últimas cuatro décadas.
Desconocedor que el guión firmado por John Olson se basaba en la novela gráfica creada por John Wagner y Vince Locke, lo que a Cronenberg le atrajo de la historia era poder seguir indagando en las insondables complejidades de la naturaleza humana, ahora desde una óptica que situara al espectador junto a unos personajes que, salvando las distancias en caso de que el que se sentara delante de la pantalla lo hiciera fuera de las fronteras estadounidenses, podrían ser perfectamente tus vecinos, tus mejores amigos o incluso tus padres.
De hecho, la incuestionable universalidad del relato enhebrado por Olson y Cronenberg convierte el terror que se desprende de la violencia que da título al filme en algo cercano y palpable, y poco o nada debería importar al purista lo mucho que se aleja la historia de aquélla que narraba Wagner en las páginas del cómic, desechando el guionista todo el tramo central en flashback de la novela gráfica para centrar su atención en el presente de los renombrados Stall y en cómo el pasado del cabeza de familia terminará por afectar el futuro de todos los miembros.
El ritmo pausado que Cronenberg imprime al guión, que parece querer trasladar al público el lento discurrir de la vida en ese pueblo cualquiera en el que se desarrolla la acción, es lo que consigue que los exabruptos de violencia que salpican el metraje dejen epatado al respetable. Ya sea por la forma en la que rompen el letánico avanzar de la trama, ya por la brutalidad descarnada con la que el cineasta los muestra, los contados instantes violentos de la cinta consiguen elevar las pulsaciones del espectador, ofreciendo al tiempo una visión de ciertas aspiraciones caleidoscópicas acerca de los más bajos instintos humanos.
Así, 'Una historia de violencia' no sólo se centra en aquello que uno asocia de forma inmediata al sustantivo, acercándose Cronenberg y Olson a otras formas más sutiles pero igualmente perniciosas. Quizás por encima de las demás, queda la elocuente mirada que la cinta arroja sobre el sexo, y ejemplares son las dos escenas dedicadas a mostrar a la pareja formada por Viggo Mortensen y Maria Bello manteniendo relaciones íntimas, ya que la contraposición de una con la otra es la que determina que la segunda adquiera las graves resonancias que termina ostentando.
Al margen de las disquisiciones que giran en torno a las diversas formas de violencia que nos rodean a diario, la cinta de Cronenberg se establece como una suerte de cruce de caminos al que van a parar nada casuales referencias al western o el noir, dos géneros típicamente americanos que apoyan la tesis de que, a través de la atomización del núcleo familiar que lleva a cabo el filme, lo que se plantea en éste es una vivisección de la sociedad estadounidense, obteniéndose de dicho análisis reflexiones fácilmente extrapolables a una escala supranacional.
No cabe duda de que, en todos estos esfuerzos, Cronenberg sabe rodearse de un equipo artístico de primera, que comienza con el impresionante e hiperrealista trabajo de Peter Suschitzky en la fotografía, continua en la precisión con la que se marca el tempo del montaje de mano de Ronald Sanders, sigue en la discreta pero efectiva música compuesta por un Howard Shore que comenzó su carrera al lado de su compatriota y finaliza, obviamente, en un reparto a prueba de bombas del que resalta, por que siempre es lo mejor de cualquier cinta en la que intervenga, un asombroso Ed Harris.
Tanto es así, que los dos careos entre el talento de Harris y lo muy convincente que trasluce del papel de Mortensen —cuyo físico nada tiene que ver con el ciudadano común que dibujaba Locke en la novela gráfica— se elevan por encima del resto de interacciones entre unos actores que convencen porque nunca traspasan la fina línea que separa la naturalidad de la sobreactuación. Esto último es algo que quizás podríamos achacarle a William Hurt, acaso el único punto negro de una producción soberbia que gana en matices y lecturas, y de qué manera, con cada nuevo visionado.
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