Aunque el cine de aventuras clásico ya había quedado jalonado con anterioridad por las sendas incursiones en el mundo medieval que habían supuesto las versiones de Robin Hood de Douglas Fairbanks y Errol Flynn, creo que no sería muy equivocado afirmar que es en la década de los cincuenta cuando el género de caballería alcanza su máximo esplendor de mano de Richard Thorpe y la dupla compuesta por 'Ivanhoe' (id, 1952) y 'Los caballeros de la mesa redonda' ('Knights of the Round Table', 1953), filmes ambos en los que cabe encontrar muchos de los mimbres que sostendrán la enérgica incursión de ese director todoterreno que fue Henry Hathaway en los filmes de aventuras en el medievo.
'Príncipe Valiente', el cómic
Creación del artista canadiense Hal Foster, 'Príncipe Valiente' ('Prince Valiant', 1937- ) vio la luz por primera vez en 1937 de la mano de aquél magnate en el que supuestamente se inspiró Orson Welles para su Charles Foster Kane, un William Randolph Hearst que llevaba tiempo queriendo publicar algo del magnífico ilustrador y que tan impresionado quedó por la propuesta de Foster que le ofreció repartirse los beneficios de la publicación al 50% así como el control completo sobre su criatura, unas condiciones rarísimas tanto para la época como para la posesiva personalidad de Hearst.
A lo largo de cuarenta años, Foster dibujó de forma ininterrumpida una página que lo llevaría a ser considerado uno de los mejores creadores de cómic que ha visto la historia del noveno arte, gracias a un trabajo que merecería ser calificado con todos los epítetos superlativos que a uno puedan ocurrírsele: su bellísimo y elegante trazo, que ya se había entrenado antes de 'Príncipe Valiente' en las tiras de la adaptación que el artista había llevado a cabo del 'Tarzán' ('Tarzan', 1929-1937) de Burroughs, sólo era superado por la fuerza de sus composiciones —obsérvese la ilustración que acompaña a estos párrafos— y el natural fluir de una historia llena de personajes carismáticos y un sentido ya inexistente del honor, el arrojo y, por supuesto, el amor como sólo podía entenderse allá por los años cuarenta.
Y aunque esto sea una crítica de cine, no puedo terminar sin comentar, muy brevemente, las dos reediciones que el lector de tebeos puede encontrar disponibles hoy por hoy de 'Príncipe Valiente'. La primera, en castellano, corresponde a la ardua labor de restauración en blanco y negro que está llevando a cabo un portugués llamado Manuel Caldas, enamorado de Val y de todo aquello que rodea a tan singular personaje. La segunda, en inglés y editada por Fantagraphics, está permitiendo acercarnos a la mejor reproducción que se haya hecho de las indicaciones de color originales que Foster enviaba a los rotativos. Entre ambas, pocas son las excusas para no acercarse al que sin duda es uno de los mejores cómics que ha dado la historia del medio.
'Príncipe Valiente', la película
El doble éxito que la MGM había obtenido con 'Ivanhoe' y 'Los caballeros de la mesa redonda' —el primero, con una recaudación de algo más de 6 millones de dólares, había sido uno de los cuatro grandes éxitos de taquilla de 1952— fue lo que sin duda convenció a los ejecutivos de la Fox para tratar de no quedarse atrás en ese sub-género del cine de aventuras que eran las cintas de caballería. Sobre lo que no podemos elucubrar es acerca de a quién se le ocurriría la idea de pagarle a Hal Foster 50.000 dólares en concepto de derechos para poder llevar el universo de Valiente a la gran pantalla.
Queriendo contar con Foster para la producción del filme, el artista canadiense se negó en rotundo a abandonar la comodidad de su hogar para trasladarse a un Hollywood que terminaría por, como suele hacerlo siempre, pervertir todas las grandes ideas que se recogían en el cómic de Foster para transformarlas, una vez plasmadas en pantalla, en una cinta pueril, indigna tanto de llevar el mismo nombre que la página de prensa que acoge las aventuras del personaje como de poder ser recordada a la misma altura que sus dos claras predecesoras.
Responsable de ello es, en primera instancia, el guión de Dudley Nichols, un escritor ganador del Oscar por 'El delator' ('The informer', 1937) —un premio que rechazó— y cuya trayectoria estuvo supeditada a la de los grandes estudios de la época dorada de Hollywood con guiones míticos en su haber como los de 'La diligencia' ('Stagecoach', John Ford, 1939) o 'Por quién doblan las campanas' ('For Whom the Bells Toll', Sam Wood, 1943).
Pero nada hay aquí ni del saber hacer que Nichols había demostrado hasta entonces ni de la épica con la que Foster había caracterizado su creación desde el comienzo, y pocos son los elementos argumentales —más allá del principio de la historia— que el escritor mantiene de la trama urdida por el artista canadiense conservándose aquí, eso sí, la plétora de anacronismos con los que el autor había caracterizado sus hermosas planchas, haciendo coexistir, por ejemplo, a los bretones del siglo V con los vikingos de cuatro a seis siglos después y añadiendo a dicha mezcla artefactos que sólo podían haber tenido cabida en el Renacimiento.
En lo infantiloide de la trama, los que más sufren son los grandes secundarios creados por Foster para su historia, perdiendo completa relevancia el padre de Valiente, una reina Aleta convertida ahora en dama de la Inglaterra rural y carente de la entidad que sí tenía el personaje original, el primer interés romántico del protagonista, transformada por Nichols en hermana de Aleta y mera comparsa de ésta y, por último, la dolorosa conversión de Sir Gawain, uno de los mejores personajes ideados por el artista, a un inesperado bufón. A ellos se une la invención de un villano, Sir Brack, lo único salvable de la quema en lo que a adiciones de personajes se refiere.
Y claro está, no podía ser de otra manera, el elenco de actores elegidos para la ocasión termina haciéndose intenso eco de la poca fortuna en la que se arropa el guionista. A la cabeza, un jovial y saltarín Robert Wagner que en su encarnación de Valiente se queda en tierra de nadie a la hora de compararlo ya con los alegres héroes que encarnaron Fairbanks o Flynn, ya con la madurez en este aspecto que presentaba Robert Taylor con 'Ivanhoe'. De Janet Leigh poco más se puede decir dada la ínfima relevancia de su personaje, algo que comparte un Victor McLaglen irreconocible como Boltar —fiero vikingo en el cómic, manso guerrero aquí—.
Pero donde la cinta da muestras más claras de su disfuncionalidad interpretativa es en los personajes de Sir Brack y Sir Gawayn. El primero, encarnado por James Mason, es el único revestido de cierta credibilidad, arropándose el genial actor de un porte digno del villano al que interpreta y reforzando dicha entidad con un adecuado acento británico, algo que todos sus compañeros en general parecen haber olvidado hacer, pero que resulta especialmente doloroso en el caso de un Sterling Hayden que más que a un caballero de la mesa redonda parece estar encarnando a un sheriff del lejano oeste.
Afortunadamente, no todo en 'Príncipe Valiente' merece ser puesto en tela de juicio cinematográfico, y la cinta cuenta con dos valores sobre los que reclamar cierta atención, la dirección de Henry Hathaway y la wagneriana composición musical ideada por Franz Waxman. Con respecto al trabajo del segundo, cabría afirmar que ésta es una de las mejores partituras del músico —de hecho era una de las que él consideraba como uno de sus mayores logros en el pentagrama— y los temas asociados a Sir Brack o el de amor de Aleta y Valiente son buena prueba de ello.
El trabajo de Hathaway, aunque queda lejos del genio que demostrara en 'El beso de la muerte' ('Kiss of Death', 1947), o el que le veremos años después en las magníficas 'Los cuatro hijos de Katie Elder' ('The Sons of Katie Elder', 1965) y 'Valor de ley' ('True Grit', 1969), consigue aprovechar al máximo el novedoso formato del Cinemascope en las espléndidas escenas de exteriores que trufan la acción, brillando con luz propia la realización del cineasta en la batalla final.
Pero la ausencia de intimismo derivada del formato, reforzada por la teatralidad que dimana de la superabundancia de encuadres medios e inexistencia de primeros planos, y la poca voluntad de Hathaway porque su puesta en escena acerque posturas entre los lenguajes del cómic y el cine termina por jugar en contra de la valoración global de su trabajo, quedándose muy lejos de lo que Thorpe había logrado con sus citadas producciones o de lo que Richard Fleischer conseguirá años más tarde con 'Los vikingos' ('The Vikings', 1958), fascinante aproximación al mundo de unos legendarios guerreros que ni se paseaban alegremente con el torso desnudo ni portaban cascos con cuernos a la batalla.
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