Considerando lo vasto de su producción —en 2006 llegaron a editarse más de 4.000 títulos—, resulta cuanto menos curioso que el cine francés se haya acercado en tan pocas ocasiones al mundo de la Bande Dessinée, término que apocopado en BD designa al tebeo al otro lado de los Pirineos. Quizás la cifra citada parezca de poca relevancia, pero si se compara con los 1.500 títulos que se publicaron en nuestro país en 2009, adquiere una entidad que por si sola podría justificar un mayor acercamiento de formas entre séptimo y noveno arte.
Si a todo lo anterior añadimos la consideración que en el país vecino se tiene hacia el mundo del cómic, no como subcultura sino como una forma de expresión a la altura de cualquiera de las otras artes, es aún más extraño que desde los años 60, lo más visible producido en Francia hayan sido las cintas de Astérix, tanto las animadas —el que el año que viene se estrenará una adaptación en formato digital de 'La residencia de los dioses'— como las de imagen real, las diferentes traslaciones a "dibujitos" de Tintín o, cómo no, esta recordada versión de 'Barbarella' que Roger Vadim llevó a cabo en 1968.
'Barbarella', el cómic
Creada por Jean-Claude Forest en 1962 para las páginas de la revista 'V Magazine', Barbarella comenzó a tener gran repercusión mediática a raíz de su recopilación en álbum dos años más tarde. Su temática, que mezclaba sin pudor ciencia-ficción, fantasía y grandes dosis de erotismo, hizo que se levantara gran revuelo, provocando que las aventuras de esta mujer desinhibida que disfrutaba plenamente de su sexualidad y que no tenía problemas en compartir los placeres de la carne con otras especies al tiempo que llevaba la experimentación de sus orgasmos a límites insospechados, fueran consideradas como el primer cómic para adultos —y eso a pesar de las famosas Biblias de Tijuana—.
De lectura fácil aun a pesar de la tosquedad de un trazo que Forest suplía con creces con una imaginación visual que no se arredraba a la hora de asimilar referencias de la cultura de la época, si para algo sirvió 'Barbarella' fue para anticipar la revolución sexual femenina que se produciría durante la década de los sesenta, una revolución de la que el noveno arte se hizo especial eco en el viejo mundo con personajes como la 'Modesty Blaise' de la que hablábamos la pasada semana o 'Valentina', y la afamada 'Vampirella' de Warren —que dibujaría con sumo esplendor nuestro añorado Pepe González— allende los mares.
'Barbarella', erotismo kitsch
Los créditos iniciales de 'Barbarella' son toda una declaración de principios de lo que nos vamos a encontrar a lo largo de sus noventa y ocho lisérgicos —y por momentos insoportables— minutos: un plano fijo enmarcado por un fondo en el que se unen una estatua de corte art noveau con un mural de Monet y un horrendo tapizado tipo alfombra de piel y sobre el que la protagonista va desvistiéndose poco a poco en supuesta ingravidez —resulta descarado el uso de un cristal, pero en fin—, moviendo su cuerpo de forma sensual mientras que tenemos que soportar una de esas canciones de los años sesenta que tanto éxito acaparaban después en las salas de baile. Lo que decía, si el espectador espera después de tamaña afrenta al buen gusto que la cosa mejore, ha elegido la película equivocada.
Haciendo acopio de muchas de las mismas referencias que ya mostraba el cómic, del que es, dicho sea de paso, adaptación bastante fidedigna, la cinta de Roger Vadim es una oda a la cultura pop, ya sea en su abundante y apabullante iconografía, ya en lo completamente desenfadado del conjunto, ya en la imperiosa necesidad de meter escenas cuya existencia sólo queda justificada como lucimiento de un diseño de producción ecléctico, crisol de tantísimos estilos que en su hiper-personalidad queda completamente desdibujado, sin que haya un rasgo común más allá de seguir la máxima del "todo vale".
La trama de la cinta es muy simple: a Barbarella, una agente del gobierno de la Tierra le encargan la misión de encontrar a un científico llamado Durand Durand —y, no, no es casualidad, el grupo británico de los ochenta tomó su nombre de aquí— que al parecer ha desaparecido llevando consigo el secreto de una poderosa arma en un futuro en el que las guerras son inexistentes. Trasladándose al planeta donde supuestamente se dirigía Durand, Barbarella dará con una civilización que todavía practica el sexo de forma arcaica y que viven atemorizados por una tirana cuya ciudad se alimenta del mal generado por sus habitantes.
En dicho planeta el personaje interpretado por una limitadita Jane Fonda —esposa de Vadim por aquél entonces igual que lo fuera Brigitte Bardot en el momento de 'Y Dios creó a la mujer' ('Et Dieu...Créa la Femme', 1956)— encontrará la ayuda de una criatura alada parecida a un ángel a la que pone rostro un hierático John Philip Law. La química que se genera entre ambos es de todo punto inexistente, y la explosiva Fonda, aquí más guapa y sensual que nunca, resulta una presencia demasiado vistosa como para que el público masculino le haga caso a algo más que a su esbelta figura, máxime ceñida como está en unos modelitos imposibles que dejan poco o nada a la imaginación.
Girando pues toda la acción en torno al personaje interpretado por su pareja, y con el academicismo de formas que tanto caracterizó su poco interesante filmografía, Vadim concreta, apoyándose en un guión firmado por él mismo y Terry Southern que a su vez se basa en una historia firmada por diez manos —entre las que se cuentan las del propio Forest— una cinta que no tiene ni pies ni cabeza: con secuencias que, como comentaba, existen por el mero hecho de que los equipo de diseño de producción y efectos visuales luzcan sus dudosas habilidades —la prolongadísima escena del vuelo del ángel llega a hacerse insoportable—, el filme es una suerte de gran broma en la que nadie que aparezca delante de la pantalla es capaz de tomarse en serio unos diálogos desopilantes que, desarropados de gravedad y revestidos de cuanta más jerga mejor, no son capaces de ocultar la desgana puesta en su escritura.
Pero, seamos algo benévolos, hay momentos en que el tono aligerado del filme nos deja con invenciones capaces de desencajar, por la risa, la mandíbula del más pintado, como esa pastilla que ha sustituido al sexo —y que tres décadas después copiará, en cierto modo, 'Demolition Man' (id, Marco Brambilla, 1993)— o, sobre todo, el "Orgasmatrón", una especie de órgano en el que el villano del filme introducirá a nuestra heroína para matarla de placer (sic). Como comprenderéis, con máquinas como la anteriormente descrita, es imposible tomarse en serio a un filme que no termina de ser plenamente consciente de su propia ligereza, o quizás lo es tanto que agota en el abuso que hace de ella. Con todo, un filme para guardar en la memoria lo justo y necesario, esto es, el mínimo tiempo imprescindible para que nuestra capacidad neuronal no se vea comprometida.
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