‘El francotirador’ (‘American Sniper’, Clint Eastwood, 2014) se inicia en silencio, como muchas de las obras de su director. Acto seguido, sobre una de las terrazas de una casa irakí, un francotirador llamado Chris Kyle (Bradley Cooper) está acostado con su arma preparada. En su punto de mira aparecen una mujer y un niño iraquíes que se dirigen hacia un convoy estadounidense. La mujer le da al niño un artefacto explosivo. Kyle pide confirmación visual, no la hay. Es su decisión.
El sonido de un disparo actúa a modo de puente flashback que nos lleva a la infancia de Kyle, yendo de caza con su padre. Y desde ese instante, Eastwood, mezclando clasicismo y modernidad en armoniosa ambivalencia, ofrece otro de sus duros relatos nada complacientes, hurgando de nuevo en la historia de su propio país y narrando la vida, y muerte, de un considerado héroe por un logro histórico: haber matado a más de 150 personas con su rifle. Leyenda era su mote en territorio bélico. Pero como John Ford sabía muy bien, y también Eastwood, leyenda y realidad no son lo mismo, y una y otra se confunden en las mentes de los que no ven más allá.
‘El francotirador’ es la historia de un paleto de Texas, educado por su padre a ser un perro pastor que debe proteger a los suyos. Una férrea educación basada en el cinto, en devolver el golpe cuando se es golpeado –“cuando alguien se mete con tu hermano, lo rematas”−, en no permitir que la tranquilidad del supuesto mejor país del mundo se vea amenazada por absolutamente nada ni nadie. La cara de Kyle cuando presencia por televisión el atentado del 11-S no es la de un ser humano horrorizado, es la de un loco con el rostro desencajado. Y así lo muestra Eastwood durante buena parte del metraje.
Vuelta al presente. Kyle abate al niño con el explosivo, tras lo cual abate a la madre que se había agachado a recoger el mismo explosivo. Son sus primeras víctimas en una guerra a la que no se va a repartir abrazos o caramelos, sino a matar. Desgraciadamente, Chris Kyle descubre que lo que mejor sabe hacer es eso, siempre a distancia, desde un puesto elevado desde el que poder observar. Bradley Cooper, en la que probablemente sea su mejor interpretación, con un control absoluto de los gestos faciales, se convierte en un personaje introducido al universo Eastwoodiano, aquí una especie de solitario en un mundo que no entiende más allá del amor a su familia y disparar.
Víctimas de la educación, víctimas de la guerra
‘El francotirador’ puede ser sobre el papel una historia reprochable, pero en imágenes es otra bien diferente, una que indaga en los claro/oscuros de un país que necesita de héroes como Kyle –un zumbado cuyo cerebro no comprende más allá de la máxima “nos atacan, hay que devolverla”− para vender falsas ideas sobre la libertad y el sueño americanos. La historia de un perturbado que alcanza su cénit en la secuencia de la conversación con su esposa en el coche, en la cual Kyle establece un argumento realmente estúpido sobre los motivos de la muerte de un compañero.
Al margen de la citada ambivalencia, que no sólo pone en tela de juicio los extremos de cierto tipo de ideología, de muchas ideologías –no todo en la vida es blanco o negro, hay grises y matices−, ‘El francotirador’ evoca sin complejos al western, no sólo en el “retrato” de los iraquíes –podrían ser los indios de muchos loables westerns de antaño−, sino en la puesta en escena, con esos travellings tan “invisibles”, muy característicos de su autor, o ese tramo que enfrenta a Kyle con un francotirador de origen sirio que no sólo es la némesis de aquél, como el gran enemigo al que tiene que abatir, sino también su propia imagen reflejada, en el otro bando.
Un francotirador que no pronuncia una sola palabra y sobre que el la sutileza –esto es cine, no una serie de televisión− nos obliga/invita a dibujar, a pensar y reflexionar –ese ejercicio tan denostado hoy día− en un retrato completo servido únicamente con dos planos, el de una mujer con su niño en brazos y el de una fotografía de unos juegos olímpicos. Otra leyenda, debido a su efectividad disparando, al igual que Kyle y cuyo enfrentamiento con éste ofrece dos instantes únicos.
Uno es aquel en el que el sirio evita que Kyle pueda disparar sobre un personaje apodado “el carnicero”, con el que Eastwood incide en uno de sus temas predilectos, la infancia rota. Las mayores víctimas de cualquier guerra son los niños y el director lo plasma con una de las secuencias más bestias jamás vistas en una pantalla, en la que un taladro deja un recuerdo imborrable. Otro es el duelo final, en el que Sergio Leone es evocado de forma inesperada, culminando con una tormenta de arena que borra cualquier tipo de historia, alegoría de que en una guerra no hay buenos ni malos, sino vivos y muertos.
Kyle vuelve a su país y sigue la tradición que heredó de su padre –enseña a la gente a disparar−. La ironía de su destino se narra en off y, tras el terrible plano de Sienna Miller cerrando una puerta, se muestra esa misma tradición de años y años, por culpa de una educación y valores demasiado extendidos a lo largo y ancho de un país, que acude con sus banderas a un entierro multitudinario mostrado con imágenes reales desvirtuadas. Puro terror.
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