El olvido del género de terror que tras la euforía sobre los monstruos de los años 40 habían comportado los años 50, se trascendía en los 60 con un cambio que encaminaba sus intenciones a la reinterpretación de las claves sociales a través de la psique del individuo, acercando el género a un distorsionado reflejo en el espejo de nosotros mismos. Una tónica que, iniciada por 'Psicosis' ('Psycho', Alfred Hitchcock, 1960) daría paso al final de la década con 'La semilla del diablo' ('Rosemary's baby', Roman Polanksi, 1969) al avance de lo que nos encontraríamos en los setenta.
El miedo a los niños que apuntaba el magnífico filme de Polanski, y que Wolf Rilla había puesto de manifiesto en ese clásico llamado 'El pueblo de los malditos' ('Village of the damned', 1960) se aunaba con la ruptura de la unidad familiar que caracterizó a la década de los 70 para traspasar el terror de la amenaza externa al horror del enemigo que habitaba en tu casa y tu entorno, ya fuera este tu padre —'El resplandor' ('The shining', Stanley Kubrick, 1980)—, tu hijo pequeño —'La profecía' ('The omen', Richard Donner, 1975)—, tu hija adolescente —'El exorcista' ('The exorcist', William Friedkin, 1973)—, los compañeros de clase de los que abusamos —'Carrie' (id, Brian DePalma, 1976)— o tu hermano —'La noche de Halloween' ('Halloween', John Carpenter, 1978)—.
Son precisamente el filme de Carpenter, unido a 'La matanza de Texas' ('The Texas chainsaw massacre', Tobe Hooper, 1974) los que anticipan en cierto modo lo que el género ofrecerá de cara a unos años 80 que vienen caracterizados de nuevo por el monstruo, visualizado ahora en toda su gloria gracias a unos efectos visuales que permiten por primera vez evitar al actor metido en un disfraz. Aunado su regreso con las constantes reformulaciones del slasher y sumando a ello el perfeccionamiento de esos golpes de efecto que Val Lewton y Jacques Tourneur habían iniciado, cuarenta años antes, en 'La mujer pantera' ('Cat people', Jacques Tourneur, 1942), el terror ira cristalizando en una enorme diversidad de propuestas de las que 'Muñeco diábolico' ('Child's play', Tom Holland, 1988), es una originalísima muestra.
(A partir de aquí, spoilers) La pediofobia, o miedo a los muñecos, no era nueva en el séptimo arte, encontrando muestras tempranísimas en el cine de Mélies y sus dos mejores exponentes en 'Muñecos infernales' ('The devil-doll', Tod Browning, 1936) y 'Magia. El muñeco diábolico' ('Magic', Richard Attenborough, 1978). La originalidad de 'Muñeco diabólico' no reside por tanto en el hecho de que el origen del miedo sea un muñeco, sino en convertir a éste en el asesino en serie que hasta entonces siempre había venido encarnado en forma humana, dando el guión de Don Mancini una vuelta de tuerca a dicha premisa de partida al hacer que Chucky, ese objeto de deseo por parte de Andy, el inocente niño protagonista, sea habitado por una corrupta alma humana.
Con rostro, y sobre todo voz, del siempre intenso Brad Dourif, dicha alma es la del asesino Charles Lee Ray —cuyo nombre deriva de los infames Charles Mason, Lee Harvey Oswald y James Earl Ray— un estrangulador que al comienzo del filme "fallece" a manos del policía encarnado por Chris Sarandon tras una espectacular explosión llamada a ocultar una verdad que intuimos, pero que no descubriremos hasta cuarenta minutos más tarde. Hasta el revelador e impactante ecuador, la cinta de Tom Holland se va apoyando, de una parte, en la muy convincente interpretación de Alex Vincent, el niño protagonista y, de otra, en dos escenas que basan su efectividad en ir construyendo la tensión a través de ruidos, planos subjetivos a poca altura, rápidos movimientos de cámara y la liberación última que supone el citado golpe de efecto.
No hay aquí lugar, obviamente, para disquisiciones intelectuales sobre el mal, y el éxito de la acción se mide desde el punto de vista visceral antes que desde el emocional. Ello no implica, no obstante, que la historia ideada por Mancini y convertida en libreto por él mismo en colaboración con John Lafia y el realizador, carezca de fundamentos sólidos en los que basar su desarrollo si uno tiene claras sus herencias y sus conscientes o accidentales carencias.
Entre las segundas destacan la ausencia del humor que años después terminará caracterizando a sus secuelas —salvo algún apunte suelto como ese "jó&$te" que Chucky le espeta a una anciana desde el ascensor en repuesta a la afirmación de esta de "qué muñeco más feo"— y que habría arruinado la función, o algún pequeño olvido en el devenir de la acción —¿por qué el poli no le dice a la madre que Chucky ha intentado asesinarle, aclarando así que cree su loca historia?—. En lo que a las primeras respecta, 'Muñeco diabólico' deja claros cuáles son sus préstamos, especialmente en el tercer acto, con Chucky emulando el brote psicótico del Jack Torrance de 'El resplandor' para después tornarse en un remedo del maltrecho terminator que vimos en el clímax de la cinta de 1984.
La presencia del muñeco durante todo el metraje —incluso cuando aún no ha revelado su verdadero ser— enlaza con el concepto de 'unheimlich' que Freud describía en un ensayo de 1925 refiriéndose precisamente a los muñecos como detonantes de las sensaciones que encontramos en la extraña familiaridad de nuestros miedos más ancestrales acerca de los dobles. A fin de cuentas, los fabricantes de muñecos siempre han intentado copiar a los humanos, y cualquier cosa que duplica la forma humana es al mismo tiempo natural y antinatural, extraño y familiar.
En la cinta, Chucky representa a ese doble desde el punto de vista del sustituto: la insitencia de Andy por tener un Good Guy —la línea de juguetes a la que pertenece esa figura pelirroja y con pecas— se debe tanto a la ausencia de su padre —que nunca se explica— como a la de una madre que se pasa el día trabajando para poder sobrevivir, mientras lo único que él desea es tener un amigo, sustituyendo a uno real por el trozo de plástico que es el muñeco. Y si éste encuentra en Brad Dourif la mejor manera de aterrorizar al respetable, el trabajo de Alex Vincent como el enternecedor Andy es visto, en virtud de la dirección de Holland como una presencia inquietante a través de la que se alude, en la primera mitad del metraje, al miedo a los niños del que hablábamos más arriba.
Jugando, como ha hecho casi toda la cinta, con las convenciones asociadas a los filmes de asesinos en serie —son escurridizos hasta lo implausible, nunca parecen terminar de morir, siempre vuelven para un susto final...—, el final de 'Muñeco diabólico' sirve a Holland para cumplir con un doble objetivo: por un lado, la imagen de Andy mirando hacia atrás es una suerte de homenaje al icónico último plano de 'La profecía', cambiando Holland la diabólica sonrisa de Damien por el triste semblante de su protagonista; por el otro esa puerta abierta desde la que mira Andy que se utiliza como plano final es una literal e irónica trasposición de la posibilidad acerca de unas futuras secuelas que comenzarán a llegar dos años más tarde pero que nunca superarán a la cinta original.
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