Cine en el salón: 'Muerte entre las flores', la obra maestra de los Coen

Supongo que no seréis pocos los que estaréis en pleno desacuerdo con la afirmación que recoge el titular de esta entrada. Es más, intuyo que muchos rebatiríais que al hablar de 'Muerte entre las flores' ('Miller's Crossing', 1990) lo estemos haciendo del mejor trabajo que los hermanos han rodado hasta la fecha por cuanto dicho título le pertenece por derecho a 'No es país para viejos' ('No Country for Old Men', 2001) o, incluso, a la genial 'El gran Lebowski' ('The Big Lebowski', 1998).

Aceptando en ambos casos estar ante extraordinarias muestras de la muy personal e identificable forma de hacer cine que los Coen llevan practicando desde mediados de los ochenta, no creo que ninguna de ellas —ni, por extensión, el resto de su filmografía— raye a la misma altura que lo que consiguieron plasmar en esta soberbia historia de gángsters ambientada en la era de la prohibición que, entre otras cosas, se sitúa en opinión de este redactor entre las mejores producciones del género negro.

Honor entre criminales

Estoy hablando de amistad. Estoy hablando de carácter. Estoy hablando —vamos Leo, no me importa llamarlo por su nombre— estoy hablando de ética. (Johnny Caspar)

Y si bien mucho habría que matizar acerca de la inclusión de este magnífico filme de forma estricta en el noir —como bien apuntaba Gonzalo González Laiz en su imprescindible "Guía para ver y analizar: Muerte entre las flores"— nos quedaremos en lo cómodo de dicha clasidicación por cuanto tampoco es cuestión de abordar aquí un complejo estudio sobre todas las posibles ramificaciones por las que el género ha ido moviéndose a lo largo de las décadas.

En su lugar, prefiero arrancar mis impresiones apoyándome en la declaración de principios acerca del motivo principal alrededor del cuál va a girar el filme que es la cita que encabeza estos párrafos. Una cita que abre dos horas en las que los Coen arrojan ideas sobre el carácter y la amistad cuando ambos están sometidos a la enorme tensión que genera el mundo de violencia extrema en el que se mueven los personajes.

Acompañada de la presentación de las dos partes antagonistas, son la ambición del personaje encarnado por Jon Polito y la soberbia que desprende el gesto despótico de Albert Finney los extremos entre los que los Coen sitúan a uno de los mejores protagonistas que hayan escrito a lo largo de su trayectoria, ese antihéroe de gesto lacónico al que borda un Gabriel Byrne que pocas veces ha estado tan bien en la gran pantalla.

En un mundo en el que los sentimientos pueden llevarte a la tumba, el personaje de Tom Reagan intenta moverse haciendo equilibrio sobre la fina línea que separa la vida de la muerte mientras intenta trazar el código que le permita ayudar a quienes quiere, aunque para ello tenga que traicionarlos —al menos aparentemente— o, en última instancia, renuncie al amor que siente hacia uno de ellos para evitar que sus estupideces sigan poniendo su vida en peligro.

Porque si algo se va sembrando durante el transcurso del filme, se fija en la escena entre Tom y Verna en el portal de éste y queda perfectamente expuesto en su magistral final, es que Tom nunca quiso a Verna y sí a Leo, y es por el amor fraternal que siente por el irlandés que controla la ciudad que va tomando las decisiones que toma y por el que casi sacrifica su vida antes de darse cuenta de lo poco que hubiera valido tal decisión.

'Muerte entre las flores', sublime violencia

Con el último plano, la mirada triste de Byrne y el soberbio y delicado tema compuesto por Carter Burwell —acaso el mejor que haya escrito el colaborador habitual de los Coen junto a su magnífico trabajo para 'Rob Roy' (id, Michael Caton-Jones, 1995)— apoyando con firmeza tal impresión, volvamos ahora hacia atrás para dar cuenta de lo que los hermanos ofrecen en el transcurrir de la cinta.

Una cinta que basa su enorme eficacia en sus actores —imposible destacar a uno sólo, todos están perfectos—, en unos diálogos asombrosos que puestos en boca de aquellos cobran una vida inusitada, en un sentido de la violencia que en su momento fue muy criticado y sin el que la cinta habría perdido por completo su fuerte idiosincrasia y su razón de ser y, por supuesto, en una dirección que es, como poco, portentosa.

La combinación de dichos factores, a los que se une el prodigioso hacer de Barry Sonnenfeld en la fotografía, nos deja tantos y tantos momentos a lo largo del metraje que dar cuenta de todos ellos sería pretender extender este texto más allá de lo razonable, algo por otra parte innecesario en tanto ahí están sus 115 minutos para poderlos disfrutar y exprimir y así aprehenderse de las muchas lecciones que los Coen dan aquí sobre cine.

Por citar algunos, y sólo algunos de mis favoritos, nombraría, sin orden concreto, al prólogo —y sus nada casuales concomitancias con el comienzo de 'El padrino' ('The Godfather', Francis Ford Coppola, 1972)—, al tiroteo en el que aparece Sam Raimi, a la incursión en la casa de Leo y lo impertérrito del rostro de Finney, a ese final que ya he calificado de magistral, a la también citada escena entre Tom y Verna o a aquella que transcurre en casa de Caspar y que precipita el clímax del filme.

Sumados al resto de secuencias que componen tan excepcional muestra de cine en su más alta definición, 'Muerte entre las flores' —un título en español que, por una vez, resulta más o menos adecuado en su poético talante por más que nada tenga que ver con el original— es una de esos ejemplos del séptimo arte que, casi tres décadas después de su estreno, desvela detalles antes no percibidos a cada nuevo acercamiento, se mantiene incólume al paso del tiempo y sigue apasionando tanto o más que aquella primera vez. Y eso, en mi diccionario, es sinónimo de obra maestra.

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