Este viernes se estrena, por fin, 'Mad Max: Furia en la carretera' ('Mad Max: Fury Road', George Miller, 2015) un esperadísimo regreso del cineasta australiano a la saga que dio pistoletazo de salida a su trayectoria a finales de la década de los setenta y de la que mucho se espera a tenor de los ESPECTACULARES avances que a lo largo de los últimos meses nos han ido escanciando con suma precisión desde la Warner.
Y, por supuesto, no podíamos dejar pasar la oportunidad que dicho estreno nos brinda para, del mismo modo que hicierámos hace dos semanas con la cobertura previa a 'Vengadores: La era de Ultrón' ('Avengers: Age of Ultron', Joss Whedon, 2015), repasar la trilogía original que, protagonizada por Mel Gibson, sirviera a George Miller para acercarnos a un futuro post-apocalíptico en el que la humanidad se ha visto diezmada y los pocos despojos de ella que sobreviven lo hacen en un mundo hostil capaz de arrancarte la cabeza de cuajo a la que menos te lo pienses.
Pero antes de que ese mundo tenga cabida completa en la gran pantalla —cosa que ocurrirá en la segunda entrega de la saga— Miller arrancaba la franquicia en el último año de la década de los setenta con 'Mad Max - Salvajes de la autopista' ('Mad Max', 1979), una cinta que, como habréis observado, no hemos incluido en el ciclo de ciencia-ficción por una razón muy obvia: su componente sci-fi es tan mínima —algunos dirían que casi inexistente— que clasificarla como un filme del género es mucho querer cuando, claramente, se trata de un thriller de acción.
Directores médicos y actores borrachos
Habiendo estudiado medicina, y habiendola ejercido durante varios años, que George Miller terminara dedicándose al mundo del cine se debió a una extraña alineación de astros que comenzó cuando su hermano gemelo y él rodaron un corto mientras estudiaban que fue acreedor del primer premio de estudiantes y se asentó en el momento en el que el camino de Miller se cruzó con el de Byron Kennedy, con quien establecería una gran amistad que, eventualmente, llevaría a ambos a embarcarse en la loca aventura del cine.
Curiosamente, la idea de poner en pie 'Mad Max' le vendría al novel guionista y director tras sus muchas experiencias como doctor de urgencias, un lugar en el que tuvo que ser testigo de numerosas heridas de diferente gravedad e incluso de decesos asociados a accidentes que, de una manera u otra, terminarían siendo reflejados en las brutales secuencias de acción que plantearía el futuro cineasta en su ópera prima.
Una ópera prima en la que también concurrió otra casualidad, esta vez en lo que a su protagonista respecta. Por aquél entonces, Mel Gibson sólo había intervenido en la olvidada 'Summer City' (id, Christopher Fraser, 1977) y el día que acudió a la sesiones de cásting de 'Mad Max' sólo lo hacía en calidad de acompañante de su amigo Steve Bisley —con el que había intervenido en el citado filme— ya que la noche anterior se había visto envuelto ebrio en una pelea en un bar que se saldó con una nariz inflamada, una mandíbula rota y moratones varios confiriéndole la apariencia, en sus palabras, "de una calabaza azul y negra".
Sea como fuere, al director de reparto le pareció singular la pinta de Gibson y le instó a que volviera dos semanas más tarde espetándole que "¡necesitamos freaks!". Cuando, pasados quince días, la futura estrella se plantó en el estudio con su rostro "normal" el responsable de selección de actores no lo reconoció, un curioso hecho que, eso sí, no fue impedimento para que finalmente se hiciera con el personaje de Max Rockatansky, un rudo policía que buscará venganza extrema cuando su compañero, su mujer y su hija sean brutalmente asesinados por una pandilla de moteros.
'Mad Max - Salvajes de la autopista', (casi) a todo gas
Tan flaca —y arquetípica— trama argumental, que podría haber quedado estirada hasta agotarla en manos menos hábiles, es utilizada por George Miller de forma precisa a lo largo de 88 escuetos minutos como el pretexto perfecto para centrar el discurso de la cinta en aquello que de la misma resulta más llamativo: su espléndido sentido de la violencia y la forma en que este se expone mediante las salvajes y adrenalínicas secuencias que trufan gran parte de la duración y que, a todas luces, son lo mejor de la cinta.
Puntualicemos, aunque quizás no sería necesario hacerlo, que el 'Mad Max' que aquí vamos a encontrarnos nada tiene que ver en lo visual con aquél al que nos hemos ido asomando en los últimos meses; obvio, si se tiene en cuenta que estamos ante una producción de 1979, que se rodó con un presupuesto que ronda los 400.000 dólares echándole muchísima imaginación al asunto —los pocos coches de que contaban, por ejemplo, se repintaban una y otra vez para reutilizarlos como automóviles diferentes y todos los accidentes se filmaron en una sola toma— y sin el auxilio de un departamento de efectos digitales que añadiera espectacularidad al conjunto final.
Con la sobriedad por norma, es pues perfectamente comprensible y muy perdonable que, a la hora de concretar en imágenes las ideas sobre ese futuro post-apocalíptico en el que pandillas de moteros recorren el outback australiano, la idea de que estemos bastantes años por delante de la época actual —la de hace treinta y seis años, claro— quede únicamente sustentada por algún apunte suelto y la vaga sensación de que lo que aquí se nos dibuja coquetea con la ciencia-ficción.
Poco importan no obstante tales disquisiciones cuando nos encontramos ante un filme enérgico, que en su brevedad encuentra una de sus mejores bazas y que consigue sacar espléndido partido del hieratismo que caracterizó a Mel Gibson en estos primeros momentos de su carrera: su paso de agente de la ley a justiciero a lo Punisher es, entre otros, uno de los momentos más memorables de una cinta que se vería ampliamente superada por su secuela y que en su carácter de piedra fundacional de la trayectoria de su cineasta ve más que justificada su adhesión a las "películas que al menos hay que ver una vez en la vida".
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