El Londres victoriano en oposición al San Francisco del último año de la década de los setenta. Lo estricto de una encorsetada sociedad en la que la mujer carecía de protagonismo contra un mundo en el que la liberación femenina se llevaba por bandera. Lo constructivo de la naturaleza humana localizado en una época, la de finales del s.XIX, y encarnado en el personaje real de Herbert George Wells frente a lo destructivo de la era contemporánea representada por un Jack el Destripador muy literario —el apellido del personaje, Stevenson, y su profesión de médico, son claros homenajes hacia el 'Dr. Jekyll y Mr. Hyde' de Robert Louis Stevenson—. La inocencia de un personaje que busca la utopía en contraposición a uno que sabe que la condición humana es "cazar y ser cazados". Y en el centro, el McGuffin de los viajes en el tiempo en una película por la que no han pasado los años.
'Los pasajeros del tiempo' ('Time after time', 1979) suponía el debut de Nicholas Meyer, escritor y guionista que había sido nominado tres años antes al Oscar al Mejor Guión Adaptado por la espléndida traslación que había hecho de su novela 'The seven-per-cent solution' a un filme del que no tardaremos mucho en hablar por aquí, 'Elemental, doctor Freud' ('The seven-per-cent solution', 1976); y cineasta que será recordado por las tres incursiones que después haría en el universo trekkie cinematográfico.
Comenta Meyer que la idea de escribir el guión le llegó de forma indirecta a través de una conocida que había publicado un relato inspirada, ironías de la vida, por la novela en la que el cineasta mezclaba a Sherlock Holmes con Sigmund Freud. Planteándose de nuevo un encuentro en la misma época en la que se desarrollaba 'The seven-per-cent solution', a Meyer se le ocurrió este singular guión en el que (mínimos spoilers) H.G.Wells viaja al futuro en una máquina del tiempo para detener a Jack el Destripador, que la ha usado momentos antes para así escapar del acoso de la policía. (fin de spoilers)
Improvisado héroe de la acción que mueve el filme, H.G.Wells es interpretado aquí por un Malcom McDowell que, excelente como siempre, tomaba la sabia decisión de dejar a un lado los dos papeles que habían marcado sus comienzos y podían haberlo encasillado de por vida: el Alex de 'La naranja mecánica' ('A clockwork orange', Stanley Kubrick, 1976) y el Calígula que se encontraba rodando en Roma a las órdenes de Tinto Brass cuando llegó a sus manos el libreto de 'Los pasajeros del tiempo': evitando modular su voz con el tono agudo que tenía el escritor británico, McDowell encarna al literato con una mezcla espléndida entre la pomposidad del talante victoriano y la constante y honesta sorpresa que se muestra en su rostro conforme va descubriendo los adelantos técnicos del s.XX, consiguiendo así meterse al público en el bolsillo.
Para la némesis de McDowell en la cinta, Meyer optó por el siempre inquietante David Warner tras haber barajado la productora a ¡Mick Jagger!, con quién el realizador llegó a entrevistarse y que terminó rechazando por no verlo como el cirujano que debía encarnar. Antiguo compañero de estudios de McDowell —Warner era al parecer el furor de las chicas y McDowell se tenía que conformar con los restos que le dejaba su amigo— la complicidad entre ambos aporta el grado suficiente de suspensión de credibilidad a la historia, algo en lo que la actuación de esa novicia que era Mary Steenburgen también tiene mucho que ver, ya que la actriz y McDowell iniciaban aquí el romance que los llevaría a los altares.
Al tomar como inesperado héroe de su guión al visionario literato británico, un escritor al que le debemos novelas tan ejemplares como 'La guerra de los mundos', 'El hombre invisible', 'La isla del Dr. Moreau', 'The shape of things to come' —llevada al cine por William Cameron Menzies sobre guión del propio Wells y de la que también hablaremos llegado el momento— o, cómo no, 'La máquina del tiempo', Meyer decide poner en valor los dos últimos títulos citados para hacer que sea el propio escritor el que construya su máquina y, más importante aún, compruebe por sí mismo si las utópicas predicciones que había llevado a cabo sobre cien años de historia futura del mundo en la citada 'The shape of things to come', se cumplen o no.
Aprendiendo el oficio conforme iba rodando la cinta, Meyer fue imponiendo su criterio a lo largo de toda la producción, y buena prueba de ello es la elección del compositor que pondría música al filme, el gran Miklós Rózsa: abandonado durante buena parte de los setenta el sonido sinfónico del que el maestro húngaro había sido máximo exponente dos décadas atrás, Meyer se obstinó en que fueran sus pentagramas los que puntualizaran la acción de la cinta, encontrándose en cierto momento con la firme oposición de la Warner, que el cineasta tuvo que sortear mediante una "sucia jugarreta", publicando en 'Variety' un artículo a página completa sobre el genial trabajo que había hecho el músico y obligando así a los estudios a abandonar la idea de reemplazar su score por el de otro.
Y aunque la partitura de Rózsa no esté revestida de la misma grandeza que las que el músico escribiera para 'Perdición' ('Double indemnity', Billy Wilder, 1944), 'Recuerda' ('Spellbound', Alfred Hitchcock, 1945), la grandísima 'Ben-hur' (id, William Wyler, 1959), la no menos espléndida 'El Cid' (id, Anthony Mann, 1961) o esa maravilla llamada 'La vida privada de Sherlock Holmes' ('The private life of Sherlock Holmes', Billy Wilder, 1970); las muchas tablas del músico se dejan notar ampliamente en el bello motivo de amor que compone para H.G y Amy, el espléndido tema principal o, en términos generales, por la perfecta sincronía que su trabajo logra con la dirección de Nicholas Meyer para la cinta.
Ésta, que no resulta especialmente brillante —de hecho, Meyer siempre se ha distinguido por ser un narrador eficiente pero con poca personalidad—, es embellecida por la ajustada labor de montaje y queda puesta completamente al servicio de una historia que funciona gracias al buen ritmo que el cineasta le imprime al guión, un libreto que consigue conjugar cinco películas diferentes en una sola, pudiendo asistir durante el metraje del filme a la fusión entre un thriller —obviamente encarnado en la figura de Jack—, un romance, una cinta de humor —por obra y gracia del gran trabajo de McDowell—, otra de ciertas reflexiones sociales y, cómo no, la de ciencia ficción que lo envuelve todo.
Es precisamente la última vertiente del filme la que, con menor protagonismo directo a lo largo de la cinta, adquiere más original definición: al tratarse de una historia de viajes en el tiempo cuyo futuro no requiere de efectos especiales —al ser éste el presente del año en que se rodó el filme— es el espectador el que convierte en elementos del género aquello que se muestra; y lo hace gracias a la empatía que siente por Wells, ese hombre fuera de su época para el que los aviones, coches y teléfonos son ingenios completamente desconocidos.
Tres premios Saturn —de ocho nominaciones—, el Gran Premio del Festival de Avoriaz y la nominación a un Hugo avalaron en su momento a un filme que, como decía, ha sabido envejecer de forma espléndida, importando muy poco que el grueso de la acción se desarrolle en una década de modas tan estridentes como fue la de los 70 gracias a la simpatía y ganas de hacer algo original que caracterizan sus dos horas de metraje.
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