Una mujer corre aterrada. De fondo el skyline neoyorquino termina desapareciendo en un hongo nuclear. Un hombre despierta gritando. Todo ha sido un sueño. Y en torno a los sueños gira 'La gran huida' ('Dreamscape', Joseph Ruben, 1984), horrible traducción del título original y uno de esos filmes que se abraza a "tenemos una idea estupenda para una película, ¿qué podemos hacer para arruinarla?". Quizás no lo haga con la intensidad que otros filmes de los ochenta ostentaban —y no voy a poner ejemplos por no hacer eterno este párrafo introductorio—, y los varios aciertos terminen sobresaliendo sensiblemente por encima de sus más que sus visibles errores, pero ello no quita para que esta cinta de fantasía desaproveche sobremanera su premisa de partida.
Esta no es otra (spoilers de aquí en adelante) que la existencia de una investigación gubernamental que pretende utilizar a personas con poderes psíquicos para introducirse en los sueños de otros y solucionar los problemas de su subconsciente. Pero, como suele pasar cuando una rama oculta del gobierno está presente en la trama, hay intereses que van más allá de la ayuda, y el potencial de asesinar a alguien mientras duerme es algo que Bob Blair, el personaje interpretado por un espléndido Christopher Plummer, no va a dejar pasar.
Captado por la organización tenemos al héroe de la trama, un joven Dennis Quaid recién salido de su simpático Gordon Cooper en 'Elegidos para la gloria' ('The right stuff', Philip Kauffman, 1983) que interpreta a ese tipo de caraduras que tan bien encarnaría, tres años más tarde, en 'El chip prodigioso' ('Innerspace', Joe Dante, 1987). Reclutado por el otro gran miembro del reparto, el siempre excelente Max Von Sydow, el personaje de Quaid se verá absorbido por un experimento controlado por la Dra. Jane DeVries, a la que pone rostro y desigual convicción una Kate Capshaw que el mismo año se dejaba los pulmones de forma mucho más eficaz en 'Indiana Jones y el templo maldito' ('Indiana Jones and the temple of doom, Steven Spielber, 1984).
Completando el reparto, el niño malo de la acción, un personaje horriblemente dibujado llamado Tommy Ray encarnado de teatrales maneras por David Patrick Kelley, el T.Bird de 'El cuervo' ('The crow', Alex Proyas, 1994). Hasta su aparición, que más o menos marca el segundo acto del filme, la cinta se ha movido con interés en la presentación de los diversos "actores" de la trama y el ya citado planteamiento en torno al cual gira el filme, pero el esfuerzo del guión —escrito a seis manos por David Loughery, Chuck Russell y el propio Joseph Ruben— por que desde un principio sepamos que Tommy Ray es uno de los malos de la película comienza a abrir una brecha en la misma.
Aunque otro tanto pase con el personaje de Plummer, las tablas y lo comedido de su interpretación se apartan de la caricatura que es su mentorizado, encontrando el filme sus mejores momentos en los cara a cara del actor con Von Sydow y Quaid. Será éste último el que, con sus diversas incursiones en los sueños vaya animando un segundo acto resuelto con celeridad en el que hay lugar para el humor, el terror e inanes aproximaciones al erotismo, todo ello bajo la dirección de un Ruben que se mantiene en la sombra sin ningún atisbo de personalidad que sea digno de destacar algo que, lamentablemente, es extensible a su mediocre trayectoria.
Con la avance de la trama marcado por la estridente partitura que Maurice Jarre compone para la ocasión, la cinta encara el showdown: referencias a la guerra fría, la amenaza nuclear de ella derivada y el manido recurso del ansia por la acumulación de poder que termina desdibujando al personaje de Plummer, son los motores que impulsan la cinta hacia la onírica secuencia final, en la que Quaid y Kelley se ven las caras en unos dominios que el personaje del segundo controla a placer.
El tono apocalíptico en el que se enmarca dicho enfrentamiento, y el ¿consciente? homenaje a Ray Harryhausen que se saca de la manga el equipo de efectos visuales conforman los mayores atractivos de un clímax en el que la sensación de supuesto peligro que corren los personajes queda diluida por lo patético de la puesta en escena y el ¿inconsciente? humor que deviene de ver a Tommy enfundado en un kimono negro y usando unos nunchakus (sic). A partir de ahí da todo igual, tanto que los buenos salgan airosos como que los malos pierdan la razón, no dejando el chiste final lugar a dudas acerca de la gran broma que es un filme simpático y poco más.
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