Fue a raíz de un comentario de uno de nuestros lectores en la crítica de 'Oz, un mundo fantástico' ('Return to Oz, Walter Murch, 1985) y de mi propia respuesta a dicha apreciación que comenzó a gestarse una idea de la que esta crítica de 'El final de la cuenta atrás' ('The final countdown', Don Taylor, 1980) es primer fruto: si Cine en el salón nace de la intención de ir comentando aquellas cintas que uno se sienta a ver por las noches en la comodidad de su sofá, ¿por qué no traer a estas líneas las muchas producciones que despiertan la nostalgia en el cinéfilo que creció durante los ochenta y que, por esa misma razón, siempre tenemos miedo de revisar pasadas las décadas?.
Con la clara intención inicial de hablar sobre las cintas que vaya recuperando sin dejarme llevar por lo que pudieron significar en un momento dado de mi desarrollo como cinéfilo —harina de otro costal será que lo consiga— no se me ocurría mejor manera de empezar esta "sub-sección" de Cine en el salón que podríamos llamar algo así como "Nostalgia ochentera", con una película que años ha perdí la cuenta de las veces que he llegado a verla. ¿Los motivos decís?, en unos pocos párrafos.
'El final de la cuenta atrás' pertenece a ese corpúsculo de cintas que, con el apoyo del ejército norteamericano, funcionan al mismo tiempo como producciones "normales" en las que se inserta, con mayor o menor fortuna el semblante militar y, por otra parte, como panfletos descarados de las muchas virtudes de la vida castrense. Y aunque no llega a la flagrante y agotadora muestra que de la misma suponía 'El motín del Caine' ('The Caine mutiny', Edward Dmytryk, 1954), no deja de ser cierto que el hecho de que entre un veinte y un treinta por ciento del metraje sean imágenes de operaciones a bordo del portaaviones que es protagonista silente de la cinta, resulta algo cansino cuando hay que valorar el filme en su totalidad.
Puesta en pie por voluntad expresa de Peter Douglas, que creía tener en sus manos un blockbuster veraniego, no debería extrañar a nadie que uno de los papeles principales de esta producción de 12 millones de dólares de presupuesto fuera a parar a su padre, un Kirk Douglas que encarna aquí al Capitán Matthew Yelland, máxima autoridad a bordo del U.S.S Nimitz, un portaviones que, de maniobras en las cercanías de Pearl Harbor se verá transportado a través de una extraña tormenta al 6 de diciembre de 1941, el día antes del ataque de la flota japonesa sobre la base hawaiana.
Con todo lo que ello implica en términos de poder cambiar el curso de la historia gracias a la potencia de fuego de un navío moderno, el guión de la cinta, firmado a ocho manos, alterna todo el aparato militar que la implicación de la armada en el proyecto obligó a introducir —ésta quedó tan contenta con los resultados de la cinta que llegaron a utilizar el cartel de la misma en sus oficinas de reclutamiento— con un relato que en la simpleza de sus planteamientos sobre los desplazamientos en el espacio-tiempo encuentra, a mi parecer, una de sus mejores bazas: por mucho que se quieran sacar de la lectura de la acción las inevitables paradojas temporales con las que se pueden desmontar casi todas las películas que pelean con los viajes en el tiempo, resulta refrescante lo poco que se complicó la existencia el equipo de guionistas a la hora de abordar el mismo.
De esta forma, la linealidad argumental no da pie a muchas apreciaciones laterales, y si uno acepta el punto de inflexión de la trama, disfrutará sobremanera de ese "sorprendente" final que la cinta va preparando desde el primer minuto, contando para ello con la espléndida complicidad que supone la magnífica banda sonora compuesta para la ocasión por el insigne John Scott: aunque no llega a la altura de la maestría que alcanzará cuatro años más tarde con 'Greystoke: la leyenda de Tarzán, el rey de los monos' ('Greystoke', Hugh Hudson, 1984), el score de Scott para el presente filme posee el que considero el mejor tema que ha salido de la batuta del músico inglés, aquél que se asocia al teniente Owen, personaje interpretado por James Farentino.
De un lirismo arrebatador en su versión final, la evolución de dicho tema y su utilización a lo largo del filme es lo que revela, antes que ningún apunte del guión hacia donde van los tiros del mismo, una muestra inequívoca de la importancia de la música en un filme y el mejor ejemplo de que no hay proyectos menores si el compositor se implica en ellos, algo que demostró hasta la saciedad Jerry Goldsmith a lo largo de su prolífica carrera.
Con un reparto que tiene por tercera cabeza visible a un Martin Sheen encarnando a un personaje inicialmente pensado para Michael Douglas —todo hubiera quedado así en familia si el mayor de los Douglas no hubiera estado implicado en aquel momento en el rodaje de 'El síndrome de China' ('The China syndrome', James Bridges, 1979)— y que reunió a dos secundarios de lujo en Charles Durning y Katharine Ross, la funcional dirección de Don Taylor completa una cinta que las tres décadas transcurridas desde su estreno han elevado a la categoría de culto. Una calificación más que merecida para una producción sin ningún tipo de pretensiones más allá del mero entretenimiento, que no es poco.
Ver 22 comentarios