Más allá de las absurdas polémicas que rodearon a las nominaciones a los Oscars —unos premios que tiempo ha dejaron de interesarme...más o menos como todos los demás premios que se otorgan en los diversos festivales anuales— si hubo dos hechos que marcaron en lo cinematográfico y cultural la semana pasada, esos fueron los decesos de David Bowie el día 10 y de Alan Rickman el 14. Ambos contaban con 69 años y ambos fallecían debido a un cáncer. Y por seguir con las concomitancias entre uno y otro, ambas muertes nos privaban sobre todo de sus voces, ya fuera una de las más particulares de la música británica como una de las más reconocibles del cine de los últimos treinta años.
Y si bien debería haber reaccionado más rápido y haberles rendido homenaje con menos días de diferencia, creo que a ninguno os importará que sea durante hoy y pasado mañana cuando recordemos sus nombres a través de sendas cintas en las que intervinieron durante esa fértil y añorada década que fue la de los ochenta. Durante aquellos años de los que tanto hemos hablado en Cine en el salón —y tanto seguiremos hablando todavía— David Bowie se vió mezclado en una de las producciones más extrañas y fascinantes de la época, un filme en el que se conjugaron algunas de las mentes creativas más fértiles de aquellos maravillosos diez años para parir una película sin igual.
Enamorarse...con once años
Porque, ante todo, creo de recibo reconocerle a 'Dentro del laberinto' ('Labyrinth', Jim Henson, 1986) el que se atreviera a ir un paso más allá de aquél que arriesgara Jim Henson con la extraña y fascinante 'Cristal oscuro' ('The Dark Cyrstal', Jim Henson & Frank Oz, 1982), construyendo junto a Terry Jones, George Lucas y Brian Froud una cinta que es perfecto ejemplo de lo que hace treinta años se entendía por cine para jóvenes: un filme extraño, desigual, ora alucinógeno, ora sin mucho sentido, plagado de monstruos que podrían estar sacadas de cualquier pesadilla de la infancia y al que, por supuesto, hay que agradecerle que descubriera a esa criatura de extraordinaria belleza que es Jennifer Connelly.
Recuerdo perfectamente aquél instante en que, tras unos créditos generados por ordenador que me habían dejado alucinado, la desconocida actriz que le había ganado la partida a otras más veteranas como Jane Krakowski o Ally Sheedy irrumpía en pantalla. Pocas veces durante mi niñez y mi adolescencia la visión de una mujer me había causado tanta impresión como lo hacía la Connelly con sus catorce añitos. Tanto es así que, hasta dónde la memoria alcanza, mi atención durante aquél primer visionado de 'Dentro del laberinto' en el cine se limitó a permanecer obnubilado ante la extraordinaria belleza de aquél rostro angelical que hechizaba a un tipo con un pelucón imposible.
Poco más importó a servidor de aquella primera vez, ni los simpáticos muñequitos, ni ese laberinto preñado de imaginación por el que discurrían las aventuras de la protagonista, ni los desiguales números musicales ni el asombroso diseño de que la producción hacía gala, mi mirada —como la de muchos chavales de mi generación para los que la experiencia fue igualmente "turbadora"— sólo buscaba, desde esa edad tan crítica en la que me encontraba, a aquella fémina de ojos claros y labios carnosos que cinco años más tarde aparecería convertida en toda una mujer de rotundas curvas en la genial 'Rocketeer' ('The Rocketeer', Joe Johnston, 1991).
'Dentro del laberinto', el poder de la imaginación
Toda vez ese fuego inicial fue apaciguándose con el paso de los años, las muchas veces que volví a asomarme a 'Dentro del laberinto' fueron desvelando esos factores que ignoré aquella primera ocasión y que convierten a la cinta de Henson en el filme de culto que terminó siendo, después de que la aceptación inicial en el momento de su estreno sumiera al creador de los Teleñecos en una fuerte depresión que casi le acompañó hasta su prematura muerte en 1990. Unos valores que, en resumen, quedan caracterizados con eso que hacia tan grande al cine de entonces y que hoy es tan raro encontrar: el saber como estimular la imaginación del espectador juvenil.
Con pocos trucajes de post-producción en comparación a aquellos que se llevaron a cabo durante el complicado rodaje, el talante "físico" de 'Dentro del laberinto' que también tenía 'Cristal oscuro' provocaba —y sigue provocando, aunque con menos fuerza— que nos creamos de forma inmediata aquello que se nos traslada desde una historia que, aún contando con muchas manos en su reescritura, es tremendamente simple: con más que obvias referencias en su haber a las más famosas obras de Lewis Carroll o Frank L.Baum, el discurrir de la trama de la cinta es lineal, apenas guarda sorpresas y, desafortunadamente, no cuenta con un villano a la altura.
Sí, la magnética presencia del desaparecido cantante es suficiente para dotar a Jareth, el rey de los goblins, de varios de los primeros escalones que necesita todo antagonista de una historia, pero ascendidos éstos por obra y gracia de Bowie, el resto se escalan con dificultad o se dejan de subir por mor de la parquedad con la que el libreto respalda al "malo" de la función, uno cuyas motivaciones nunca quedan claras aunque, viendo a la joven que se le interpone, uno pueda suponer que la lujuria, y no ese amor que casi declara el personaje en un momento dado, sea una de ellas.
Sea como fuere, y volviendo a aquello que sí funciona de la producción, el fastuoso diseño de ésta, la inmediata simpatía que despiertan Ludo o Sir Dydimus —no tanto así Hoggle— y la atmósfera que se construye con las diferentes e imaginativas zonas que conforman el laberinto —ese pantano del hedor eterno— y algunos, que no todos, de los números musicales, son razones más que suficientes para acercarse por primera vez o volver a hacerlo por enésima a una película mágica que sigue manteniendo incólume la capacidad de hacernos rejuvenecer a los que la vimos siendo niños el puñado de años que ya nos separan de aquél maravilloso período de nuestras vidas.
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