Trascendidos los años sesenta, damos hoy comienzo a una fecunda década en la que el cine de ciencia-ficción cambiará de forma radical sus postulados dirigiéndolos hacia los patrones que habían marcado dos producciones de los diez años anteriores que, sin proponérselo, se convirtieron en ejes fundamentales de la transformación del género. Huelga decir que dichas producciones son '2001: una odisea en el espacio' ('2001: A Space Odissey', Stanley Kubrick, 1968) y 'El planeta de los simios' ('Planet of the Apes', Franklin J. Schaffner, 1968), dos títulos que daban un categórico semblante de madurez a un género que hasta entonces no había conocido muchas simpatías por parte de la crítica.
La ciencia-ficción en general y el cine del género en particular salió de esta manera del rincón al que hasta entonces había sido relegado, convirtiéndose en un auténtico fenómeno intelectual que lo consideraba como el mejor medio para dar salida a los temores y ansiedades que recorrían el planeta de polo a polo. Dichos miedos, que se movían entre la interiorización plena del pánico a lo nuclear y las tensiones a escala mundial tanto políticas, como bélicas y raciales, fueron el caldo de cultivo perfecto para que la industria del cine abrazara a la ciencia-ficción sin remisión, abordando la producción casi en masa de todo tipo de propuestas llamadas, al menos sobre el papel, a dignificar al género —cosa muy distinta será, como veremos, que lo consiga siempre— mediante relatos en las que abundaban los futuros distópicos y las historias de anticipación.
Y para comenzar nuestra andadura por estos años que tan marcados estuvieron por las tendencias de las modas y la estética imperantes del momento, nada mejor que hacerlo con un nombre que ya había dejado su indeleble huella en el género dos décadas antes, que asistiría mediante el título que hoy nos ocupa en la transición hacia las nuevas fórmulas y que, a finales de los años setenta, volvería a jugar un papel importante en la "spaceoperización" —ahí queda la palabreja— de la ciencia-ficción. A Robert Wise, como digo, le debíamos esa maravilla de principios de los cincuenta que es 'Ultimatum a la Tierra' ('The Day the Earth Stood Still', 1951) una cinta diametralmente opuesta a la adaptación que, con guión de Nelson Guidding, se hará en 1971 de 'La amenaza de Andrómeda', primera novela de ciencia-ficción que Michael Crichton firmó con su nombre —hasta entonces había utilizado seudónimos— y uno de los mejores trabajos de su prolífica carrera.
Tanto la novela como su adaptación —que sigue de forma fidedigna lo planteado en las páginas del relato original— narran los sucesos que llevan a un grupo de científicos a encerrarse en una base subterránea en el desierto de Nuevo México después de que un agente biológico desconocido arrase un pueblo cercano dejando sólo vivos a un anciano y un recién nacido. A muchos metros bajo tierra, en unas instalaciones completamente controladas por ordenador, la carrera contra el reloj por descubrir qué es Andrómeda —el nombre clave que se da al agente— y cómo se le puede parar va subiendo la tensión en una narración que, en las páginas del libro, mantenía al lector atenazado hasta el final.
La cinta, no obstante, es harina de un costal algo diferente. En el empeño porque su duración refleje de la manera más fiel posible lo trazado por Crichton, el libreto de 'La amenaza de Andrómeda' ('The Andromeda Strain', 1971) se olvida en no pocas ocasiones que debe tratar de mantener, antes que cualquier otra disquisición, la atención del público, perdiéndola de forma intermitente cuando se centra en el calco de la jerga tecno-científica que tantísimo abunda en las líneas originales redactadas por el literato estadounidense. Tal insistencia lastra —aunque no sobremanera, no crean— un metraje de duración excesiva al que no le habrían venido mal unos cuantos tijeretazos que ajustaran los 130 minutos a unos 100-110, un cambio que habría repercutido sin duda alguna en un mejor ritmo de la narración.
Con todo, la precisa y creíble labor interpretativa de un elenco formado a partir de actores con un largo historial televisivo anterior y posterior a la presente producción entre los que destaca la presencia de David Wayne —el actor que más repitió apariciones junto a Marilyn—, el soberbio pulso con el que Robert Wise dirige toda la función sacando en muchos momentos tensión de la nada y, por supuesto, un diseño de producción que haría palidecer a muchos filmes actuales por su rabiosa contemporaneidad y espléndida expresión minimalista, son factores más que suficientes para justificar el visionado de este pequeño clásico que quizás no ofrezca disquisiciones tan ricas como las que se derivan de las dos obras maestras comentadas al principio, pero sirve para centrar el inicio del discurso de un género del que nos aguardan más de una veintena de propuestas antes de poder pasar a los despreocupados años 80.
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