Considerando que es una de mis novelas favoritas de todos los tiempos —una que habré leído más de tres o cuatro veces desde que la descubriera allá por finales de los ochenta—, y que admito que la versión que Francis Lawrence puso en pie hace cinco años se tomaba más libertades de la cuenta y cambiaba de forma radical lo que del texto de Richard Matheson dimana, no me duele en prenda reconocer que disfruté bastante con la encarnación de Robert Neville que hacía Will Smith y que, en términos generales, no encontré motivos en la enérgica puesta en escena de director de 'Constantine' (id, 2005) que pudiera provocar el rasgado de vestiduras al que sí se vieron abocados muchos cinéfilos en general e innumerables fans acérrimos del libro en particular.
Y si uno no puso el grito en el cielo por todo lo que el guión de Mark Protosevich y Akiva Goldsman alteraba de la narración original era gracias a la memoria cinematográfica, esa que suele ser ignorada por un amplio sesgo del público, que nos lleva muchas veces a afirmar que "cualquier tiempo pasado fue mejor", que casi siempre nos sirve a los amantes del séptimo arte para poner las cosas en perspectiva y que, en el caso que nos ocupa, nos permite afirmar con cierta sorna ante las arremetidas contra el citado filme de 2007 que "vale, será todo lo mala que tú quieras, pero no se acerca ni en broma a la versión de Charlton Heston". Y es que si uno tiene que sopesar en la balanza lo que Lawrence y Boris Sagal ponen en juego, está claro que esta versión setentera —y hortera a rabiar— del relato de Matheson tiene todas las de perder.
Las múltiples razones que uno quiera aducir a la hora de negarse a revisionar un filme terminan por tender a agruparse en dos posibilidades: o uno guarda un especial cariño acerca de lo que éste o aquél título supuso tiempo ha y no quiere volver a verlo por temor a que el tiempo no la haya tratado del todo bien; o, todo lo contrario, son tan horribles los recuerdos que dejaron in hilo tempore los interminables minutos de la cinta en cuestión, que la sola perspectiva de tener que soportarlos de nuevo es más aterradora que sentarse a ver la tele los domingos por la tarde. En el caso de 'El último hombre vivo' ('The Omega Man', Boris Sagal, 1971), tenemos que atender a la segunda opción, ya que hacía casi treinta años que no me acercaba a este filme, y con razón.
Decir que la adaptación que hacen John William Horrington y Joyce Hooper Horrington sobre la base del texto de Matheson es libérrima es, probablemente, quedarse muy cortos: partiendo de la misma premisa —ya hubiera sido el colmo que no lo hiciera— que la novela; situando la acción en la misma ciudad, un Los Ángeles desierto, y conservando el nombre del protagonista, Robert Neville, el libreto escrito por los Horrington decide saltarse a la torera el hecho de que el escritor estadounidense describiera en su obra a los infectados por la plaga como seres de costumbres y apetitos vampíricos y los nombrara directamente como tales, tornándose aquí a los chupasangres contra los que debe luchar ese último humano que lo sigue siendo al 100% en unos albinos encapuchados que han formado una suerte de secta pseudo-religiosa de tintes medievales que ven a Neville como el demonio tecnificado con el que hay que acabar (sic).
A lo mucho que ese cambio y las constantes paparruchadas que salen por boca de Anthony Zerbe —el líder de la secta— ayuda a alejar al filme de un relato original que funciona como un reloj suizo, viene a añadirse la decisión de los guionistas de sumar algún que otro humano más no infectado cuya inclusión parece querer explicarse como un intento de humanización del personaje encarnado con muy poca convicción por Charlton Heston. Lejos de conseguir su objetivo, ni los niños, ni el forzado interés romántico que encarna Lisa (Rosalind Cash), logran servir de poco más que de risibles elementos que lastran el devenir de una cinta ya de por sí tocada en su línea de flotación tanto por acción directa de los responsables del libreto como por todo aquello que atañe a las erróneas decisiones artísticas sobre las que se fundamenta la producción.
Entre ellas, qué duda cabe, su estética visual, setentera a más no poder y deudora directa de unos modos en el vestir que aquí se nos muestran de forma dolorosa una y otra vez. Unida a ella, la dirección de un Sagal que evita a toda costa sacar algo de partido a las constantes necedades de la trama y que prefiere centrar su atención en trivialidades tales como mostrar los pechos desnudos de la protagonista femenina en una escena que no viene a colación de nada. Rematando la faena, una banda sonora que hace suyo el término inadecuado para llevarlo a las fronteras del paroxismo —no hay ni un sólo motivo de la misma que case lo más mínimo con la acción que se nos muestra— y un diseño de producción cogido con pinzas que habla, y mucho, tanto de las limitaciones presupuestarias con las que probablemente se rodó esta modesta producción como de la falta de imaginación a la hora de aprovechar los recursos a su alcance.
En resumen, 'El último hombre vivo' es uno de esos filmes tan sumamente atados a la época en que se produjo, y tan sujeto a las olvidadas modas del momento, que vista hoy, más de cuarenta años después, cuenta con muy pocos atractivos con los que poder aludir a un cinéfilo más o menos exigente, perteneciendo la producción de la Warner a ese muy nutrido grupo de películas que acusan sobremanera el paso del tiempo.
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