Aunque todavía queden algunas películas por cubrir acerca de lo que la ciencia-ficción dio de sí durante la década de los cincuenta, la cercanía de la muerte de Richard Matheson hacía casi obligatorio dejar de lado otros títulos pendientes y aproximarse a esta pequeña obra maestra que el escritor y guionista nos legó, de mano del gran Jack Arnold, en 1957. Un filme que revisitado una y otra vez se redescubre de forma constante como un clásico imperecedero en el que las argucias visuales del cineasta y la fidedigna adaptación que el propio Matheson realizó de su novela original son indestructibles pilares sobre los que se asienta un relato asombroso.
Pero para hablar en condiciones sobre 'El increíble hombre menguante' ('The Incredible Shrinking Man', 1957) hay que incidir, aunque sea de forma somera, sobre la insigne figura de su director, un Jack Arnold que en los seis años que separan a 1953 de 1958 firmó un total de quince películas y, entre éstas, siete títulos que conforman un opus de inexcusable atención a la hora de estudiar el cine de ciencia-ficción y fantástico de los años 50.
El realizador reivindicado
Por más que hoy su nombre sea un punto de encuentro inamovible a la hora de hablar de las figuras fundamentales dentro del género de ciencia-ficción, resulta llamativo que hasta principios de los setenta, Jack Arnold fuera un gran desconocido, un director que era visto como uno de tantos artesanos de segunda fila de los que habían abundado en el Hollywood de los años cincuenta y que pasó incluso desapercibido a las reivindicaciones "cahieristas".
Pero, como decía, sería a comienzos de la década de los setenta, y de mano de nombres como autores como John Baxter o Jean-Marie Sabatier —autores de sendos libros de obligada lectura— cuando el nombre del cineasta comenzaría a ser reconocido, un proceso que culminaría en 1982 con la publicación en 'Cahiers du Cinema' de una extensa entrevista realizada por John Landis que terminaría por hacer justicia a la fundamental figura de un cineasta que nunca se dejó ahogar por los constreñidos patrones de aquella maquinaria hollywoodiense que tenía perfectamente codificados los mecanismos por los que se debían cortar las producciones de serie B.
Unos patrones que provocaban que la participación de un director fuera considerada como una pieza más de un artefacto en el que el cineasta tenía nula relevancia, llegando al proyecto con un guión escrito y reescrito hasta la saciedad, sin tener capacidad para poder mediar palabra de cara al montaje final, con actores de nómina impuestos por el estudio y con rodajes que se prolongaban durante diez o catorce días a razón de ocho, nueve o diez páginas por cada jornada de filmación.
La fortuna quiso que tan encorsetado esquema de funcionamiento estuviera en pleno proceso de revisión en 1953, adquiriendo una mayor permeabilidad que permitió a Arnold una cierta libertad y el poder cuestionar decisiones preconfiguradas, algo que comenzaría a verse en 'Llegó del más allá' ('It Came from Outer Space', 1953), que continuaría en 'La mujer y el monstruo' ('Creature from the Black Lagoon', 1954), 'La venganza del monstruo' ('Revenge of the Creature', 1955), 'Tarántula' ('Tarantula', 1955) y que alcanzaría sus cotas más elogiables en 'El increíble hombre menguante'.
La subversión de lo cotidiano
Primer contacto de Richard Matheson con la industria cinematográfica para adaptar su novela original tan sólo un año después de que ésta se publicase, 'El increíble hombre menguante' debe tanto a la presencia del novelista en el libreto —que Richard Alan Simmons reescribiría en un trabajo no acreditado por imposición del literato norteamericano— como a la visualización de Arnold y la providencial intervención de Albert Zugsmith, un pintoresco productor capaz de embarcarse en las sublimes 'Sed de mal' ('Touch of Evil', Orson Welles, 1958) o 'Escrito sobre el viento' ('Written in the wind', Douglas Sirk, 1958) como de hacerse cargo de subproductos infumables de la calaña de 'Invasión USA' ('Invasion USA', Alfred E.Green, 1952).
El maridaje de estos tres nombres da como resultado una cinta apasionante que integra, en un único discurso, referencias kafkianas —ineludible no pensar en 'La metamorfosis'—, especulación fantástico-científica, algo de crítica social y un tono épico nada desdeñable, todo pasado por el tamiz de un cine que se reconoce como serie B pero que, en muchos aspectos debe ser leído como serie A, ignorando la peyorativa connotación que casi siempre acompaña a unas formas de crear magia en celuloide que, en el caso de la ciencia-ficción de los años 50, superaban con mucho lo que el cine de mayor exposición hubiera permitido.
En lo que a Matheson respecta, cabe señalar que a la hora de adaptar su novela, el escritor hubo de renunciar a la estructura en flash-back de la misma ante la insistencia de Zugsmith, transformando la narración en un ente lineal al que, además, y en contra de su criterio, se le añadió esa connotación pseudo-religiosa que tanto abundaba, por ejemplo —y como hemos podido ver en anteriores entregas de este ciclo— en el cine de George Pal.
Es bien evidente que el demoledor y angustioso final del relato original "mathesiano" habría casado mejor con el poderoso patetismo que dimana de todo el metraje, pero no es menos cierto que ese soliloquio final de resonancias metafísicas en el que el personaje de Scott alude a la figura del todopoderoso es mucho más deseable que el happy-ending que en un momento dado llegó a considerarse y en el que el milagroso hallazgo de un suero experimental habría revertido en última instancia el proceso de empequeñecimiento del protagonista. Un final que Jack Arnold impidió para dar lugar al que hemos podido ver siempre al acercarnos a 'El increíble hombre menguante'.
En esa férrea voluntad que Arnold demostró para conservar lo máximo posible la esencia de la novela original descansa gran parte del éxito de una cinta que, con menos de 700.000 dólares de presupuesto —recordemos, por ejemplo, que 'El tiempo en sus manos' ('The Time Machine', George Pal, 1960) había costado 750.000—, hace gala de una eficacia suma en la gestión de sus recursos, demostrando Arnold, como apuntara Carlos F. Heredero, ser un cineasta "de modales limpios y contundentes, ajeno a cualquier retórica compositiva y buscador vocacional de atmósferas convincentes para la concreción visual de sus películas de ciencia-ficción".
Trasladados esos modales y la falta de retórica a 'El increíble hombre menguante" resulta fascinante observar cómo, de la misma manera que el género había hecho ya en no pocas ocasiones y el propio Arnold había mostrado en su anterior filme, 'Tarántula', "la inversión de la perspectiva humana y el descubrimiento de que lo monstruoso y la amenaza del peligro anidan en el ámbito de lo cotidiano" son suficientes mimbres sobre los que construir la sintaxis de una cinta que basa su efectividad en la alteración del orden natural, siendo nuestra mirada la que pone en pie lo fantástico del relato.
Aprovechando al máximo los catorce fascinantes decorados que se construyeron ex-profeso para el filme, la paulatina degradación de Scott, un hombre cualquiera afectado por un proceso de reducción debido a la acción de esos efectos radioactivos tan propios de la década, parece querer reflejar las fases del duelo —ya se sabe, negación, enfado, negociación, dolor y aceptación— asimilándose cada una de ellas a un nuevo escalón en la disminución física de un personaje cuyos procesos mentales van adaptándose de forma brillante a los constantes cambios de perspectiva a los que le somete su "enfermedad".
A este respecto, cabe destacar tanto la secuencia en la casa de muñecas —y la terrorífica incursión del gato— como, ese último y alucinante acto en el sótano, convertido éste en un paraje plagado de mil peligros para el diminuto hombre que debe luchar como un pequeño David contra Goliats encarnados en una terrible y monstruosa araña o la aparentemente infranqueable frontera que supone una caja de madera.
Huelga decir, aunque no hayamos comentado ninguna de sus otras obras, que 'El increíble hombre menguante' es la cima de la trayectoria de Jack Arnold, un cineasta que, trascendidos los años cincuenta y las viejas fórmulas del sistema de producción, abandonó casi por completo la gran pantalla para dedicarse al mundo de la televisión, un formato en el que rodaría alrededor de doscientos capítulos de diferentes series. Una lástima que un talento como el de este cineasta se perdiera entre los rayos del tubo catódico, aunque, bien mirado, ello nos permite disfrutar aún más de la miel que puede libarse de cintas tan sublimes como la que hoy ha ocupado nuestro tiempo.
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