Veinticinco años. Cinco largos lustros desde que viera por primera vez 'El hombre que cayó a la Tierra' ('The Man Who Fell to Earth', Nicholas Roeg, 1977). Por aquél entonces contaba con catorce años, le tiraba los tejos a todo aquello que fuera ciencia-ficción y, en un fin de semana que no tuviera que centrarme en algún examen de turno del instituto, me encerraba en la sala de estar de casa de mis padres y devoraba con fruición las dos, tres, cuatro o cinco películas en VHS que había alquilado a tal efecto el viernes por la tarde en el videoclub que estaba a la vuelta de la esquina.
Como podréis comprender, la ingesta desmedida de película tras película durante meses y meses de mi adolescencia me ha llevado, a lo largo de los años posteriores, a irme olvidando de forma paulatina de aquellas cintas que, o bien pertenecían por derecho propio al amplio grupo de las infumables —todavía me dan escalofríos al recordar 'La muerte de los soles' ('Nightfall', Paul Mayersberg, 1988), casualmente dirigida por el guionista del presente filme—, o bien se acurrucaban cómodas en una taxonomía algo menos poblada, la de aquellas que uno no sabía muy bien qué diantres le estaban intentando contar. Huelga decir que el filme de Roeg entró de cabeza en estas últimas y que, debido a ello, fue completamente eliminado de mi memoria.
Tanto, que no me había acordado de ella en todos estos años y probablemente así hubiera seguido siendo de no ser porque, cuando me puse a confeccionar la lista provisional de aquello que terminaría formando parte de este ciclo de ciencia-ficción que hoy retomo, el resorte de memoria en el que se hubiera alojado saltó de forma inesperada. Como quiera que la intención de este ciclo —al menos la que ha tenido servidor desde que lo comenzamos hace casi un par de años— ha sido la de avivar el recuerdo de aquellos títulos que por una razón o por otra son citas ineludibles del género; y por más que algo que gritara que la dejara pasar, me dije "¡¡qué demonios!!".
Viaje intergaláctico-lisérgico
Mostré mi auténtico yo tal como era entonces en la película. Era lo primero que hacía en cine. Ignorante por completo acerca de cualquier tipo de procedimiento [sobre cómo se hacía una película] me movía por instinto, y mi instinto estaba bastante disipado. Me aprendía las líneas de diálogo del día y las hacía como lo sentía (...) Me sentía tan alienado como el personaje. Era una actuación bastante natural (...) Estaba completamente inseguro con 10 gramos [de cocaina] al día. Estuve completamente colocado de principio a fin.
Cuando Nicholas Roeg se propone adaptar el relato firmado por Walter Tevis en 1963, su trayectoria hasta el momento es más o menos impecable, y los tres filmes que la jalonan ya han dado sobradas muestras de la inventiva de su narrativa, de lo mucho que le gusta al británico jugar con el tiempo, con la deconstrucción de la linealidad y con la creación de atmósferas que resulten incómodas al espectador. Pero tanto 'Performance' (id, 1970), su ópera prima —firmada junto a Donald Cammell—, como 'Walkabout' (id, 1971) o 'Amenaza en la sombra' ('Don't Look Now', 1973) son meros ensayos de aficionado si se les compara con 'El hombre que cayó a la Tierra'.
Y cuidado, que nadie se lleve a engaño, no estoy poniendo en tela de juicio —nada más alejado de mi intención— la incuestionable validez que en muchos terrenos abarcan la citada terna de filmes sino que quiero constatar que, aún con la preparación que éstos podían suponer, el salto evolutivo —¿o involutivo?— que da Roeg con la cinta protagonizada por David Bowie es de un talante que, llegado el momento, resulta de complicada asunción por parte del espectador.
Cualquiera que no la haya visto, podría pensar que la trama de 'El hombre que cayó a la Tierra' es harto compleja. Nada más lejos de la realidad. El hilo conductor de la historia, que sigue a un extraterrestre que llega a nuestro planeta con la esperanza de poder trasladar agua a aquél del que proviene es, hasta cierto punto, de una sencillez apabullante. El problema es que, adornado con mil ribetes y florituras, y desnudo por completo en gran parte de lógica narrativa y visos de continuidad entre escena y escena, el filme de Roeg se convierte en una prueba dura de superar para el espectador.
Una prueba que, en cierto modo, exigiría del respetable un estado de enajenación similar bajo el que afirmaba Bowie encontrarse en la cita que podéis leer más arriba y que podría así conseguir que ignoráramos los alucinantes saltos que da la cinta sin escenas que sirvan de nexo explicativo, la peculiar —eufemismo— idiosincrasia de la que hacen gala unos personajes que no parecen de este mundo por mucho que lo sean y lo lisérgico de un conjunto que por momentos podría ser calificado más como manifiesto artístico que como producción cinematográfica.
Con el cantante y esporádico intérprete como máximo representante de lo alucinógeno de la cinta, que los personajes interpretados por Rip Torn y Candy Clark no se quedan muy atrás es algo obvio toda vez uno comienza a ver cómo la cinta despliega tanto a ese mujeriego irredento que se convertirá en particular Judas del aún más singular mesías que es el Thomas Jerome Newton encarnado por Bowie, o a la sufrida y alocada amante a la que da vida la actriz estadounidense. El triángulo por ellos formado sirve a Roeg como centro de rotación alrededor del cual hacer orbitar un filme que hace de lo inesperado una auténtica fuerza motriz.
'El hombre que cayó a la Tierra', clásico de culto
Con todo, y aunque el "¿¡Pero qué...!?" y las manos a la frente en señal de sorpresa sean actitudes que se repiten a lo largo de sus dos horas y veinte de metraje con mayor frecuencia de la que normalmente estaría dispuesto a asumir, cuestionar la influencia de 'El hombre que cayó a la Tierra' en el cine de género que vendría después resultaría una falacia monumental por parte del que esto suscribe.
De hecho, creo que filmes como éste, que arriesgaron en sus formas narrativas, que exploraron con audacia las fronteras menos comerciales de la ciencia-ficción y que, en el proceso, dieron con nuevas fórmulas con las que retar al espectador —porque, otra cosa no, pero retarnos a que no perdamos detalle es algo que la cinta consigue con creces— son esos hitos que el tiempo convierte en objetos de culto y perpetuo análisis por delante de las opciones más facilonas y digeribles del género.
Sólo por ello, y porque algo —o mucho— hay de fascinante en esa por momentos inconexa sucesión de imágenes llamadas a estimular nuestro subconsciente, creo que el peregrinaje por esta estación de la ciencia-ficción cinematográfica es tan obligada como pudiera serlo hacer lo propio en cualquiera de las obras maestras del género que ya hemos repasado en este largo ciclo o, por supuesto, todas aquellas que todavía tendrán que desfilar por estas líneas.
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