Jamás tuve a Bob Fosse por un gran cineasta, hasta que vi esa maravilla que hizo en 1979, titulada ‘All That Jazz’, que era casi (y sin el casi) una confesión como si el director estuviera a las puertas de la muerte (y muchos años no le quedaban), y un relato de los tiempos en que filmaba ‘Lenny’ (id, 1974) y preparaba el montaje del musical llamado ‘Chicago’. Fue un bailarín y coreógrafo genial, de tumultuosa existencia y gusto por vivir al límite, con una corta filmografía pero cientos de espectáculos teatrales a sus espaldas. Su ‘Cabaret’ (id, 1972) le hizo ganar el Oscar al mejor director, pero a menudo su cine carecía de la fuerza de sus coreografías más inspiradas. Casi cinco lustros después de su muerte, a alguien se le ocurrió hacer una película de su musical ‘Chicago’, en plena época de regreso de los musicales, que hubiera sido la siguiente película de Fosse, con resultados desiguales, y que adolece de una falta de personalidad incontestable.
El director designado para este proyecto fue el coreógrafo y director teatral Rob Marshall, que debutó con esta película, producida por la ya desaparecida Miramax. En sus manos, ‘Chicago’ (id, 2002), es algo así como un estéril intento de resucitar a los muertos, pues pareciera que el director se ha imbuido del espíritu de Fosse para dirigir y coreografiar la película, y como resultado de todo ello, más el carácter descaradamente comercial y ávido de premios del producto, queda una película vistosa pero amorfa, sin alma, que se mantiene en pie gracias a dos o tres números musicales realmente impresionantes, y a un empaque visual digno de mención, pero que en conjunto no pasa de película interesante y poco más. La filmografía posterior de Marshall, que ya parece haberse olvidado de ganar el Oscar, ha confirmado su sólida artesanía, así como su nula personalidad artística y su tendencia a la trivialidad y a una puesta en escena mecánica. Decididamente, no todo el mundo puede ser Vincente Minnelli.
Para la conveniente puesta al día del material, y para otorgar consistencia a un conjunto que podía venirse abajo con facilidad, fue contratado como guionista Bill Condon, quien por cierto dirigió la maravillosa ‘Dioses y monstruos’ (‘Gods and Monsters’, 1998), pero creo que no supo aportar la brillantez que por ejemplo sí le supo dar a esa joya de película. Ni los personajes, ni los diálogos, ni las situaciones parecen especialmente inspirados. Siendo un musical en sentido estricto, en el que la historia no puede entenderse en su totalidad si arrancamos de ella los números musicales y las canciones de los protagonistas, también es una historia carcelaria y judicial, y un retrato de la falta de escrúpulos en los abogados, en los periodistas y en los artistas en las primeras décadas del siglo XX. Todo ello era un trasfondo inmejorable para esta cínica historia de perdedores y de fulleros, pero todo queda en un caramelito que se ve bien, y que, zas, una vez visto queda olvidado completamente.
Es como si los creadores no se tomaran en serio la propuesta, y que las posiblidades del material que se les ofrecía eran secundarias ante el despliegue fastuoso de decorados y luces que llevan a cabo. El diseño de producción de John Myhre, los decorados de Andrew M. Stearn y de Gordon Sim, son una verdadera gozada de colores, de formas y de imaginación escenográfica. Creo que el Oscar a dirección artística se lo debió llevar Dante Ferretti por ‘Gangs of New York’ (id, Scorsese), pero aquí también son la estrella de la película, hasta el punto de que parece comerse al reparto. Un reparto que, por otro lado, no está nada mal. Creo que Renée Zellweger hace un buen trabajo, así como la impresionante Catherine Zeta-Jones, o un ajustado (aunque poco creíble) Richard Gere. Todos ellos cantan y bailan estupendamente, como si de nuevo estuviéramos en los setenta. Pero hay una nota falsa en sus trabajos, una sensación de déjà vu, como si no creyeran del todo (aunque se dejan la piel) sus roles.
Para mí los mejores son John C. Reilly y, sobre todo, una alucinante Queen Latifah, que se merecía el Oscar por secundaria mucho antes que la Zeta-Jones. Son los que están dirigidos con mayor solidez, y los que más aportan a una historia que avanza a trompicones, carente de un andamiaje más robusto y, sobre todo, más emocionante, pues los intervalos entre los números musicales quedan como mera excusa hasta que llegan éstos, y así es imposible armar una buena película, creo yo. El director Marshall no solamente coreografía a sus actores y bailarines plagiando descaradamente a Fosse (como en los juegos de sombreros, marca del fallecido director, que siempre llevaba sombrero debido a su traumática calvicie), lo cual hasta cierto punto es lógico, pero también en los rizos y estrategias de la puesta en escena, pues la luz de Dion Beebe (en un trabajo en verdad formidable), y los cortes de montaje de Martin Walsh copian muchos de los mejores momentos de ‘Cabaret’, hasta el punto de ser idénticos. ¿Se trataba de hacer una película o de resucitar a un muerto?
Volviéndola a ver, sin embargo, me reafirmo de lo que pensé en el momento de su estreno: que deberían inventar una nueva categoría de premios, ya sea en los Oscar o en los festivales, para el empleo de la cámara, pues aquí es formidable. Pocas veces he visto yo una precisión mayor en el profesional que lleva la cámara (que puede ser el director de fotografía o simplemente uno de sus operadores) como en algunos de los números musicales de esta película. Barridos, desenfoques, panorámicas de todo tipo. Una verdadera maravilla, culminada por el número musical final, para el que usaron una enorme grúa con pluma, con la que consiguieron algunos movimientos y juegos visuales de antología. Lástima que no en toda la película se guiasen por idéntica autoexigencia.
Conclusión y escena favorita
Que ‘Chicago’ ganase el Oscar a mejor película del año es una de esas bromas de mal gusto que, demasiado a menudo, nos gasta la academia de Hollywood y se queda tan ancha. Otros de sus Oscar, los relativos a mejor montaje, dirección artística, vestuario y sonido, me parecen mucho más defendibles. Pero es lo que hay. Mi escena favorita, además del ya referido número musical final, es otro número musical, de puro sabor Fosse (aunque por esta vez carezca de la sensualidad tan consustancial en él), que he añadido más arriba, y en el que Zellweger aparenta ser la marioneta de Gere. La verdad es que se dejaron todos la piel, y se merecían una película bastante más interesante que esta.