'La casa del dragón' no es 'Juego de tronos' ni tiene ningún interés por ser una historia río en una guerra entre decenas de casas, cada una con sus diferentes vaivenes y matices. Y eso es perfecto. Los mayores temores que muchos teníamos ante la nueva serie de HBO se han disipado a lo largo de la temporada: utilizando la misma ambientación y tono que la serie original, el spin-off se ha separado completamente y se ha convertido en una serie independiente que demuestra que aún se puede sorprender en Poniente.
A partir de aquí, obviamente, hay spoilers del episodio 7 de 'La casa del dragón'. Pero no pocos ni soterrados, no, vamos a entrar hasta el fondo. Avisados quedáis.
Decisión salomónica
Durante seis episodios, 'La casa del dragón' se ha dedicado a colocar las piezas en el gigantesco tablero de ajedrez, poco a poco, preocupándose de que los espectadores supiéramos el parentesco y las relaciones de todos los personajes entre sí para no tener que preguntar, como a muchos les pasó en 'Juego de tronos', "¿Y este quién es?". Ha sido un trabajo arduo, en ocasiones algo tedioso, pero que al fin ha dado sus frutos.
En el episodio 7, y después del salto temporal de diez años, los Targaryen empiezan a mover las fichas preparándose para la, previsiblemente, gran guerra entre Rhaenyra y Alicent por el trono de hierro. Y vaya inicio de partida: el primer enfrentamiento entre las antiguas amigas ha sido de todo menos bonito. La imagen de Alicent, dejándose llevar por primera vez y olvidando el decoro y la tradición, cuchillo en mano, deja claro que la hija de Viserys no lo tiene todo hecho para hacerse con el trono (ni mucho menos).
A 'La casa del dragón' le ha costado un poco, pero ha encontrado su propio tono y ritmo: aunque le falta el carisma que sí tenía 'Juego de tronos' gracias a personajes como Tyrion, Hodor o Joffrey, el reparto mucho m´as limitado le sienta bien porque puede dedicarse a dar diferentes capas a las personalidades y que, cuando alguna salvajada ocurra, no parezca venida de la nada. No se puede calentar más a fuego lento ni cocinar una comida más deliciosa: la serie de HBO está tomando muchísimas decisiones correctas. No todas, pero sí la mayoría.
La rígida contra la vividora
Cada dólar que el canal se ha dejado en los efectos visuales de la serie está bien invertido. Los dragones son absolutamente espectaculares en cada plano que aparecen: siete episodios después siguen impresionando en cada plano, cada vuelo rasante y cada dracarys. Cierto es que a veces parece que el guion fuerza que aparezcan para despertar al espectador al que las intrigas políticas le importen bien poco, pero es un pequeño precio a pagar por la majestuosidad que muestra cada capítulo: un auténtico lujo.
A cambio, las escenas nocturnas van a peor (e intuyo que será el runrún seriéfilo de la semana). Cierto: si se ven de noche o con un proyector en una sala de cine se entienden perfectamente, pero en cualquier otra condición lumínica hay momentos en los que cuesta entender lo que se está viendo. La nitidez de la escena de sexo entre Rhaenyra y Daemon es prácticamente una pantalla en negro a la que sigue el apropiamiento del dragón, que también cuesta distinguir. Lo que ocurre es estupendo, pero, al igual que ya pasaba en las escenas nocturnas de 'Juego de tronos', su afán por mostrar las condiciones lo más realistas posibles hace que a veces se olviden de que hay espectadores al otro lado que quieren ver lo que está pasando.
Son fallos menores, en todo caso: por primera vez desde que empezó esta nueva andadura, la serie basada en los libros de George RR Martin me tuvo al borde del asiento con el juicio a viva voz tras la puñalada en el ojo, las acusaciones a uno y otro lado y las líneas de apoyo a ambas facciones dibujadas ya en la arena, antes de que cualquier conflicto bélico comience. Si algunos contendientes de la serie original entraban en la guerra sin que sus motivaciones se entendieran del todo, aquí están muy claras: la tradición contra la modernidad, el derecho divino contra el ganado, lo conservador contra lo progresista. En cierta manera, y como las mejores series de fantasía, 'La casa del dragón' habla de nuestro mundo y de la polarización política mejor que muchos sesudos análisis.
Si saben cómo me pongo, para qué me invitan
No hay un episodio de 'La casa del dragón' sin una (supuesta) muerte, y en este caso es de las gordas: nos despedimos por ahora de Laenor Velaryon, y con él, del último hijo de Corlys y Rhaenys (sobre la que sigue cayendo el runrún de su coronación que nunca llegó). Las consecuencias de esta situación, al menos para los que no nos hemos leído 'Fuego y sangre', pueden dar la vuelta por completo al tablero. Como ya se ha demostrado más de una vez en esta serie, no se debe subestimar el amor (ni el dolor) de una madre.
Reconozco que en el primer episodio no di un duro por esta serie: me pareció una repetición más de los esquemas narrativos de la original, incluyendo unos personajes fotocopiados. Pero tras esta primera toma de contacto que cree familiaridad con el espectador, ha decidido crear su propio ambiente, alejado de las calles y evitando mostrar doscientos parajes nuevos y ocho casas importantes, sino centrado en la corte de los Targaryen. Las intrigas políticas se han ido acrecentando con el paso de los episodios, y solo cabe esperar que el tramo final de temporada lo vuele todo por los aires.
Pero en el fondo, por muy espectacular que sea, 'La casa del dragón' es una serie de personajes rotos por dentro por la pérdida de un ser querido, sus ambiciones inalcanzables o un estilo de vida que no encaja con el de la época. Y es muy bonito que una serie que podría haber tirado por el carril de la sencillez y hacer un copia-pega para salir airosa esté dedicada en cuerpo y alma a ser un producto original, único y endiabladamente entretenido.
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