La feliz coincidencia en el tiempo de ‘Beavis y Butthead’, emblemas del humor underground que nació de la MTV, con el estreno de ‘Dos tontos muy tontos’, debut arrollador de los hermanos Peter y Bobby Farrelly, fue un poco equívoca pues hizo pensar que el destino del misántropo Mike Judge iba ligado en sensibilidad y visión del mundo al de los debutantes cineastas. La siguiente película de los Farrelly, una tronchante y todavía más radical comedia titulada equívocamente ‘Vaya par de idiotas’ (‘Kingpin’, 1996), fomentó, ciertamente, el equívoco de su primera película pero con su obra magna, ‘Algo pasa con Mary’ (‘There’s something about Mary’, 1999), despejaron cualquier duda y tomaron una posición clara en su cine: reescribir, con caligrafía gruesa, la forma clásica de la screwball comedy de Howard Hawks y Frank Capra. Esta extraña ambición no fue demasiado saludable para su talento y dejaron sus películas más irregulares con ‘Amor ciego’ (‘Shallow Hal’, 2001) y ‘Pegado a ti’ (‘Stuck on you’, 2003). Los Farrelly se extinguieron la década pasada y tal vez solamente ‘Yo, yo mismo e Irene’ contuviera algo de aquél prodigio de humor desolador, auto-humillador pero destinado a un final extrañamente feliz que consiguieron con su clásico de 1999.
Pero ‘Carta Blanca’ es la comedia que los Farrelly llevan queriendo hacer desde 1999 y que no han podido hacer hasta ahora, lo cual es una buena noticia, porque contiene toda esa airada madurez árida que recorría algunos de los mejores minutos de ‘Matrimonio Compulsivo’ (‘The Heartbreak Kid’, 2008), una pequeña joya solamente agriada por la comparativa con su original, ese ‘The Heartbreak Kid‘ (id, 1972) de Elaine May que con un talento inmenso sacudió los años setenta. La película protagonizada por dos extraordinarios Owen Wilson y Jason Sudeikis, última joya salida de la factoría Saturday Night Live (a sumar junto a Kristen Wiig o Andy Samberg), los presenta como dos amargados hombres casados con un exceso de libido que cansa a sus esposas (Jenna Fischer y Christina Applegate) y les lleva a una feliz situación: una semana de libertad total para desahogar todos sus deseos sexuales.
Con el aluvión de comedias de Will Ferrell y la oleada de melancolía post-adolescente capitaneada por la factoría de Judd Appatow, uno no esperaría tan perfecta sucesión de gags, ni tan sorprendente giro crepuscular en la película de los Farrelly, pero no deja de ser lógico si tenemos en cuenta que este par de hermanos cineastas no han sido nunca muy proclives a la celebración de la era post-adolescente que si han tomado como punto de partida (o esencia) sus sucesores en la comedia norteamericana. Si por algo se caracterizan estos hermanos es por ver al hombre como alguien esencialmente tribal e idiota, entrañable en sus ratos más recordables e irremediablemente patético, un huracán expansivo de humillación, en los peores.
Lo sorprendente es la madurez y tino con la que esto se aplica a sus protagonista. Lejos de convertir la semana de épica libertad en una celebración por el tiempo perdido y un canto a la juerga, muy al estilo de ‘Aquellas juergas universitarias’, la película presenta a los hombres adultos como, esencialmente, torpones sin solución y a las chicas, aparentemente serias y sin ganas de marcha, como seductoras, juguetonas y con mayor acento libertino. En ese sentido, los brutales encadenados de excesos de marihuana e indigestión alimenticia contrastan con el placer juguetón de la playa y las fiestas que rodean al sexo femenino. Ya en su primera película, los Farrelly consideraban a sus personajes femeninos más inteligentes, pero aquí los consideran más concretos, más complejos y usan la maratoniana sucesión de gags a costa de sus protagonistas para que notemos que el relato versaría, en realidad, sobre la frustración de dos pacientes mujeres, hartas de su rol.
Si algo se describe aquí con hilarante precisión es, decía, la ruta de patetismo físico que oprime sin compasión a sus dos protagonistas. Escenas como la sucesión de piropos tras una borrachera o la crítica a espaldas de los invitados y a ojos de la videocámara ya están a la misma altura que la lengua de Jeff Daniels inverosímil y pegada a una barra de hierro o los genitales de Ben Stiller ahogados en un cierre frenético. El funcionamiento de los gags también revelaba un estupendo control de la forma por parte de los hermanos, destacando aquí ese enorme falo afroamericano que acompaña a uno de los protagonistas en cierto desmayo o el hilarante plano sostenido para narrar una masturbación en un coche que termina siendo observada por demasiados transeúntes.
Habrá quien considere digno de reproche el final feliz, pero esto me llevaría a dos meditaciones. La primera, más relajada, es que de lo que aquí se habla no es tanto del amor como del matrimonio, entendido como institución en la que la vida cotidiana pesa y arruina la mayor parte de momentos de presunta épica sexual, y como ese sentir cotidiano no carece de cierta ternura y familiaridad y la segunda es que, al final, uno de los matrimonios necesita conjugar activamente la poligamia para volver a la honestidad. Así pues no confundamos la liviandad con la que reímos felices lo apresurado del final con errores de guión: esta película funciona como el entrañable clásico que sus autores siempre han soñado firmar.