El punto de partida de 'Cargo', una producción australiana de Netflix dirigida por Ben Howling y Yolanda Ramke (y escrita por esta última), es bastante maquiavélico: agarra a Martin Freeman, uno de los actores más cercanos e inmediatamente empáticos del panorama actual, y lo pone en el núcleo de la peor pesadilla zombi. Y no hablamos de una pesadilla cualquiera, de un "corre que vienen los muertos". Las peripecias por las que pasa su personaje en los desolados parajes australianos poblados por muertos caníbales van más allá de lo habitual.
No solo se tiene que ocupar en solitario de proteger a su hija de un mundo tremendamente hostil y para el que no parece haber esperanza futura, sino que él mismo tiene que bregar con situaciones que no desvelaremos aquí, pero que no son las habituales en el género zombi. El tono de la película, desesperado y que abraza el escenario áspero y sin vida del desierto australiano, refuerza una situación que no necesita recurrir a planos de coches en llamasa o avenidas vacías para transmitir una situación de derrumbe total de la sociedad.
'Cargo', sin embargo, no es una historia negrísima, donde nosotros somos los muertos, como 'The Walking Dead'. 'Cargo' propone un panorama de relativa esperanza, si no para el futuro inmediato, sí para las generaciones que están por venir. Lo curioso es que ese mensaje palpita en el mismo escenario que sirve de amenaza constante: es la naturaleza, indómita y con la capacidad de salir siempre adelante la que nos proporcionará un futuro.
En ese sentido, 'Cargo' ha sido comparada con una película tan reciente como 'Un lugar tranquilo' por hablar, en el contexto de un futuro post-apocalíptico, de las dificultades de poner en pie una familia y proteger a sus miembros más débiles. Sin embargo, y aunque esa era la esencia del corto en el que se inspira, su auténtica originalidad reside en la aparición de los aborígenes australianos, una misteriosa y casi mística presencia que otorga un trasondo originalísimo a la película.
'Cargo': la llamada de lo salvaje
De hecho, y aunque argumentalmente sean dos películas que no tienen nada que ver (allí el transfondo no era una infección letal, sino un crimen bien mundano), hay un clásico del fantástico australiano con el que 'Cargo' comparte ciertas raíces: la extraordinaria y aún muy de culto 'La última ola' de Peter Weir. En ella, los aborígenes también proponían una conexión con la naturaleza incivilizada, parcialmente onírica y, en última instancia, transporte de un apocalipsis purificador.
La conexión de Andy (Freeman) con los aborígenes está en una peculiar niña, Toomi (Simone Landers), puente entre los blancos y los indígenas, que mantiene una relación íntima y personal con la infección que, desde el punto de vista de su tribu, es un resorte natural para deshacerse de las impurezas. La película no parece querer contradecir ese mensaje, teniendo en cuenta como se comportan Andy (por ignorancia) y el inevitable villano blanco de la película, buenos símbolos del expolio colonial por activa y por pasiva.
Todo ello, sumado, da cierto aire de bienvenida imprevisibilidad a un género que comienza a estar saturado de ideas recurrentes. Por suerte, 'Cargo' es también consciente de ello, y en un soberbio y muy atmosférico arranque, la película no solo presenta con elementos mínimos a la familia protagonista, sino que describe las características de la infección con alguna estupenda secuencia de suspense, bastante humor (esos folletos de supervivencia) y un inteligente saber dar por conocidas muchas de las convenciones del género.
'Cargo' no viene a revolucionar nada, pero la modestia propia de las producciones Netflix le beneficia. De ese modo, todos los problemas (algún personaje poco definido, como el villano y su pareja) se solucionan con cierta tendencia por lo extravagantemente simbólico (los infectados hundiendo la cabeza bajo tierra) que da un aire de bienvenida pesadilla a la historia de infectados de siempre.
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