La bondad puede matarte.(Sr. Smith)
Los inicios de año suelen venir cargados de buen cine, gracias al interés que despiertan los Globos de Oro y, sobre todo, los Oscars; para competir en estos premios (y poder usarlos como arma publicitaria, que a fin de cuentas es para lo que realmente sirven todos), muchas películas importantes fijan su estreno en diciembre, y a veces en muy pocas salas, solo para que conste el dato, por lo que a nuestro país van llegando a lo largo de los meses de enero y febrero. Tarde, pero es lo que hay. ‘Camino a la libertad’ (‘The Way Back’) no ha entrado en las quinielas, ha sido totalmente eclipsada por el éxito de otros títulos (las últimas de Fincher, Nolan, Aronofsky, los Coen) y quizá por eso nos ha llegado antes, en la primera semana de enero (hasta el próximo viernes no la podrán ver en Estados Unidos, tras un estreno limitado). Sin duda, ha sido una de las primeras alegrías de 2011.
Y es que ‘Camino a la libertad’ supone el regreso de Peter Weir, ocho años después de la magnífica ‘Master & Commander’. Su nuevo trabajo es una adaptación (coescrita por Weir junto a Keith R. Clarke) de una exitosa novela titulada ‘The Long Walk: The True Story of a Trek to Freedom’, en la que Slavomir Rawicz, ex oficial del ejército polaco, narra el prodigioso viaje que protagonizó junto a un grupo de hombres (y una joven) a lo largo de casi seis mil quinientos kilómetros, desde un gulag (o campo de prisioneros) siberiano hasta la India. Hace unos años se descubrió que la historia de Rawicz no era cierta, que no se escapó, fue liberado por los rusos. Aunque en el tráiler aún se mantiene que la película se basa en hechos reales, Weir ha dejado claro es ficticia. Y lo importante es que no lo parece. Es una aventura que se respira y se vive como auténtica, que incluso se sufre, pues es como si realmente esos hombres llenos de coraje hubieran existido, y el espectador hubiera compartido de alguna manera la misma experiencia. La mayoría de las películas que vemos las olvidamos a los pocos días, pocas resisten en nuestras retinas durante semanas, y solo un puñado se quedan grabadas durante más tiempo; ‘Camino a la libertad’ es una de ellas.
La historia arranca en torno a 1940, con los nazis y los comunistas devorando territorios ajenos. En la primera secuencia de ‘Camino a la libertad’ asistimos a un crudo interrogatorio militar en el que conocemos a Janusz (Jim Sturgess). Es un joven polaco acusado de criticar al partido comunista y de pertenecer a un grupo contrario a la ocupación; Janusz lo niega todo, se ve que ha sufrido y no cambia sus respuestas, pero la sentencia ya está escrita. Los soldados no aceptan su palabra y traen a su esposa, con evidentes signos de tortura, para que lo delate allí mismo. Es una escena durísima, muy tensa, en la que se retrata perfectamente al protagonista (su fuerza de voluntad, el control de sus emociones) y con la que Weir ya nos adelanta cómo será el resto del relato, cómo va a exponernos la narración de una hazaña extraordinaria, casi imposible de creer (pese a no estar basada en hechos reales, los actores pudieron contar con la experiencia de un explorador francés que sí realizó la travesía, inspirado por el libro de Rawicz).
Salto adelante, y ahora estamos en un campo de trabajo para prisioneros, en Siberia. Nada más entrar, los guardias avisan, el gulag no es una prisión corriente, está rodeada por kilómetros de territorio hostil y hay buenas recompensas por disparar a los presos fugados que logran alcanzar zonas pobladas. Aun así, Janusz solo piensa en una cosa, volver a casa. Sus primeros contactos son Khabarov (Mark Strong), un simpático actor, y el señor Smith (Ed Harris), un misterioso norteamericano; desde una distancia prudente observa a Valka (Colin Farrell), uno de los salvajes criminales que controlan el campo (las autoridades rusas les dan ese privilegio para separarlos de los presos políticos). Pese a todas las dificultades, y lo que espera fuera, Janusz prepara una huida junto a otros seis prisioneros. Aprovechando la escasa vigilancia, los siete logran atravesar la alambrada e inician una desesperada caminata de miles de kilómetros que pondrá a prueba su resistencia hasta límites insospechados. También su humanidad, pues deberán sufrir juntos, y hacer frente a situaciones en las que dependerán los unos de los otros.
Y esa es la película, el intenso viaje de un grupo de valientes (a las que se sumará más adelante una chica, interpretada por Saoirse Ronan) que prefieren morir atravesando montañas, bosques, desiertos y fronteras, como hombres libres, en lugar de malvivir encarcelados, como esclavos y muertos de hambre. No son héroes, Weir no lo quiere así; son personas corrientes en una situación fuera de lo corriente, excepcional, plagada de obstáculos (hambre, sed, condiciones climáticas extremas, desconfianza, desesperación). En una escena, uno de los protagonistas pregunta cómo van a atravesar el Himalaya, para llegar al otro lado, y Janusz, tras pensarlo un instante, responde: “Caminando”. Es lo único que tienen. Eso y el coraje, su fortaleza interior, su deseo de supervivencia. Como en otros relatos de este tipo, de superación personal, los protagonistas de ‘Camino a la libertad’ tienen sus propias motivaciones; los pasos de Janusz le llevan de vuelta a su hogar, con su mujer, a la que desea volver a ver con todo su corazón, porque sabe que no habrá podido perdonarse el no haber podido resistir la dureza de los interrogatorios rusos.
Peter Weir rechaza dotar a ‘Camino a la libertad’ de un tono épico convencional, basado en el impacto inmediato y la exageración; esto es, forzadas escenas de acción, espectáculo al borde de lo imposible, momentos emotivos que buscan la lágrima, o un poderoso acompañamiento musical para subrayar el drama. Nada de eso. Puede que sea erróneo, puede que perjudique comercialmente a la película, pero es la visión de este cineasta. El enfoque es que la hazaña parezca natural, que los personajes y su terrible travesía resulten creíbles, hasta el punto de que entendamos los sacrificios que son necesarios, y lo que nunca debemos sacrificar. Es fundamental para este relato que los actores lo den todo en cada escena, y por fortuna así es, ningún miembro del reparto desentona, como tampoco la banda sonora compuesta por Burkhard Dallwitz, que acompaña algunos pasajes con la sutileza que caracteriza toda la película, de la que también cabe destacar los paisajes captados por el fotógrafo Russell Boyd. Se notan numerosos cortes en el metraje y cierta prisa en algunas fases, siendo, junto al epílogo, el aspecto más débil de un relato que es una auténtica rareza.
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