Hay películas que le devuelven a uno las ganas de vivir. Así de sencillo. O, más exactamente, el deseo de seguir a ver qué ocurre, con un poco más de esperanza. He visto ‘Cadena perpetua’ (el que pone los títulos en España es un lince, pues era mucho más interesante el original ‘The Shawshank Redemption’, aunque también llamaron ‘Pena de muerte’, originales ellos, a ‘Dead Man Walking’, precisamente dirigida por Tim Robbins) muchas veces a lo largo de sus dieciséis años de existencia, y en todas ellas me ha producido idéntica sensación: la de asistir a un poema que existe por la mera razón de dar esperanza al corazón del hombre, curiosamente un objetivo que para Andrei Tarkovski era la meta suprema del arte. En su debut, Darabont lo logra con una maestría poco común en un primerizo, filmando uno de los más bellos y emocionantes filmes de las últimas décadas.
Pocas veces puede emplearse la manida, reduccionista en ocasiones y socorrida expresión de “obra maestra” como en el caso rotundo de esta película. Era el año 1994 cuando nació, y compitió en los Oscar con la genialidad de Allen ‘Balas sobre Broadway’ o con el ‘Pulp Fiction’ de Tarantino. Perdieron todas contra la mediocre ‘Forrest Gump’, pero creo que debió ganar la que ahora nos ocupa, que es la más hermosa de todas, quizá la más hermosa de todas las películas carcelarias de la entera historia del cine, pues en su seno se haya una de las elegías más intensas que se recuerdan en torno a la búsqueda de la libertad personal y espiritual, algo ansiado por la mayoría de los hombres, aunque quizá muchos ni lo sepan. Pero ‘Cadena perpetua’ es mucho más que eso, incluso. Vamos a por ella.
Adaptación del relato de Stephen King ‘Rita Hayworth y la redención de Shawshank’, relato aparecido en 1982, llevada a cabo por el propio Darabont (quien con la sola excepción de ‘The Majestic’, sobre un guión de Michael Sloane, ha trabajado en sus largos sobre textos previos del famoso escritor de Maine, una especie de verdadero gurú para él), durante mucho tiempo Darabont se estuvo planteando la posibilidad de debutar con ‘La niebla’, cuya adaptación vería la luz en 2007, pero finalmente se decidió por este relato acerca de un convicto acusado de un delito que no ha cometido, y que pasará dos décadas en la cárcel, durante las cuales conocerá a una serie de personajes. Con uno de ellos, Red (Morgan Freeman), iniciará una amistad duradera y profunda, enriquecedora y estimulante para ambos, una amistad en torno a una serie de temas mayores, como lo son la esperanza, la redención, la fraternidad, empeñarse en vivir o empeñarse en morir. Casi nada.
Un árbol con una carta
Como soy un ignorante de tal calibre que no he leído el relato de King, sólo puedo hablar de la perfección del guión de Darabont, que durante ciento cuarenta y dos minutos de metraje no pierde el hilo de sus numerosas criaturas en ningún momento, y que es capaz de narrar, sin el menor desmayo de ritmo o intensidad, dos décadas en las que sus personajes van envejeciendo y cayendo embrujados por los muros de piedra de la enorme prisión, según las propias palabras de Red. Y ya en labores propias de dirección (puesta en escena y dirección de actores) Darabont se revela como un consumado artista, un grandísimo cineasta para el que las difíciles tareas del timo, el tono, la atmósfera, son mera cuestión de elegancia y humildad. Creo, sinceramente, que este filme no ha sido realmente valorado como se merece, a pesar de ostentar el primer lugar del ranking del archifamoso imdb, una lista tan arbitraria como cualquier otra (incluidas, claro, las mías, pero para eso se hacen las listas, para ser arbitrario). Si ‘Cadena perpetua’ fuera un filme de los años cincuenta (y bien podría serlo) se codearía hoy, en renombre, con ‘El crepúsculo de los dioses’ (‘Sunset Blvd.’, Wilder, 1950) o ‘Rio Bravo’ (Hawks, 1959).
‘Cadena perpetua’ viaja en latitudes similares a aquellas películas. La pegada emocional, el mazazo de sus imágenes, compite con ellas. Que Red consiga la condicional después de treinta años en la cárcel, viva durante un tiempo en el cuchitril en el que se suicidó su compañero Brooks Hatlen (interpretado por el legendario y ya fallecido James Whitmore), decida violar la condicional, y se encamine al enorme árbol en el que su amigo Andy le dejó una carta, es mucho más que lo que simplemente se ve. Bajo la (plácida y serena) apariencia de la imagen de Red acercándose al árbol subyace la conmoción principal de la película: el hombre caminando hacia una esperanza por fin recobrada, nunca desaparecida pero quizás sí ignorada. Se revela así el verdadero poder del cine: que la imagen contiene su anverso y su reverso, y que el primero se explica con el segundo y viceversa. Culmina ahí el viaje por el infierno de la cárcel de dos hombres tan vivos y tan reales que da miedo verlos.
Pero no obtenemos esa esperanza sin antes asistir al breve episodio (un cortometraje magistral en sí mismo) en el que a Brooks le sueltan tras cincuenta años convicto. Un episodio al que accedemos arrasados de emoción, testigos de la infinita capacidad de soledad y desesperanza del ser humano, más aún cuando es anciano y olvidado. Ni el menor rastro de manipulación melodramática, ni de lugares comunes. Sólo la cruda y atroz realidad, verificada por una vida malgastada. Pocas veces en el cine se ha asistido al milagro de la dignidad del hombre así representada, en sus últimos días de existencia, esperando que el pájaro que convivió tantos años con él en la cárcel le visite y le diga hola en el exterior. Pero esta clase de milagros sólo pueden suceder cuando se tiene el privilegio de contar con este grupo de actores, muchos de los cuales formarán algo así como la compañía de actores habitual en Darabont, entre los que destacan dos colosos, dos monstruos como Tim Robbins y Morgan Freeman, los cuales recibirían, cosa curiosa, el Oscar al mejor actor de reparto en sendos papeles para Clint Eastwood.
Pero también contó con el genial montador Richard Francis-Bruce, que hace maravillas temporales y rítmicas en este largo relato, y con la fotografía del habitual operador de los Coen Roger Deakins, que aquí firma quizá su mejor trabajo, y con la música de un enorme Thomas Newman, sin la cual es imposible comprender esta obra magistral. Dice Darabont que dentro de un tiempo se considerará a Stephen King como el Dickens de nuestra época. Pero no es necesario que pase mucho tiempo más para considerar a este grupo de fenomenales artistas como lo que son, fenomenales, y a esta película irrepetible como lo que es. Independientemente de todo lo demás, porque habla del hombre, a la altura de la mirada humana, sin perderse jamás en las veleidades de un medio tan propenso a no respetarse a sí mismo.