Aún no me explico lo que pudo pasar en 'Una buena persona', lo último de Zach Braff en su faceta de director: durante dos actos es capaz de crear unos personajes fabulosos, tratar el trauma a través de los ojos de la comedia más negra y desesperada y aprender a perdonar, como espectadores, a una persona que no es capaz de perdonarse a sí misma. Es una película maravillosa, de esas que te ponen el corazón blandito sin dejar de buscar cierta originalidad en sus lugares comunes. Y entonces llega su tercer acto y aparentemente se olvida del tono que ha tenido hasta ese momento para redoblar la espectacularidad y dar uno de esos momentos "de actor" que solo aporta un triste y sonoro desconcierto entre el público.
Fue un accidente
Es raro que nadie, durante el rodaje de esta película, se diera cuenta de que los grandes momentos de los actores no son necesariamente esos en los que se desquician, gritan, muestran desesperación absoluta y desencajan la cara. La grandeza de esta cinta radica en crear oro de los momentos más pequeños: el tren de juguete, la primera visita al grupo de desintoxicación, el reencuentro con los marginados del instituto, los encuentros inesperados, una comida donde todo sale mal. Es comprensible: tienes a Florence Pugh y Morgan Freeman a tus órdenes y te apetece ver lo que son capaces de hacer, pero estas reacciones exageradas no pegan en una película que, precisamente, trata de ser un relato realista sobre la culpa, la adicción y el perdón en todas sus variantes.
'Una buena persona' es, en su primer acto, una de las películas más inteligentes del año, mostrándote a un personaje que desde otra perspectiva podrías llegar a odiar (todos lo hacen, al fin y al cabo) iluminado por un aura de luminosidad. Allison, durante sus primeros compases, es divertida, entrañable, amistosa y romántica. Todos la quieren. Y si murieron dos personas a sus manos fue, sin duda alguna, un accidente. Si ella misma lo repite todo el rato, casi como un mantra, es que debe de ser así, ¿no?
A partir de este momento llega la deconstrucción de esa personalidad que hemos aprendido a amar en sus primeros compases. Lo que antes era luz ahora es sombra: Allison cambia el humor por la autoflagelación, lo entrañable por lo sórdido y el amor por la adicción al OxyContin. Solo ha pasado un año, pero ya no es una persona, sino un despojo que la sociedad americana ha hecho todo lo posible por dejar a un lado tras convertirla en una drogodependiente: una distopía absoluta que Braff refleja con cierta sorna y mucha preocupación.
Movida en el Oxy
Lo mejor de 'Una buena persona' es que, cuando funciona, lo hace en todas sus vertientes. Acierta en el tipo de humor que se arriesga a utilizar, en el análisis pormenorizado de un personaje destinado al ostracismo social (que, en gran parte, cae en la profecía autocumplida de su propia depresión), en la denuncia social y la doble moral de Daniel, que solo es capaz de perdonar si funciona en su propio beneficio y que, bajo su capa de "buena persona" es, en el fondo, tan miserable como la propia Allison.
Sin embargo, la película no termina de decidirse con Daniel, que se presenta al mismo tiempo como abuelo excesivamente estricto con un pasado tumultuoso pero también como persona que perdona lo imperdonable... Siempre y cuando sea capaz de verlo e intuirlo como una prueba de fe. Es un personaje plagado de luces y sombras y el film es consciente hasta que en sus últimos compases parece olvidarse de todo lo malo que se nos ha presentado, centrándose en una faceta entrañable que solo es capaz de mostrar con Allison, la persona que mató a su hija, y no tanto con su propia familia.
El extraño equilibrio formado entre Allison y Daniel, dos personas perdidas y adictas que se encuentran y tratan de conocerse lentamente, se rompe por completo con la aparición del peor personaje de la cinta, una Ryan forzada cuyas acciones no obedecen a ninguna lógica (ni siquiera a la adolescente). Se entiende el lugar al que quiere llegar a la película como evolución natural de las decisiones de su abuelo, pero sucede demasiado rápido y rompe la realidad por completo, como inicio de un tercer acto absolutamente demoledor donde todas las buenas intenciones y el retrato sólido de los personajes se emborrona por completo.
El opio del pueblo
No es que 'Una buena persona' llegue a ser nunca hilarante, pero sí tiene momentos en los que logra un tono jocoso muy particular dentro de la tragedia que le confiere una personalidad propia, cuando poco, estimulante. Pero la propia película decide que debe ponerse seria para traer a colación una situación que no necesariamente debe ser tratada desde el dramatismo exacerbado, tejiéndose así su propia trampa: al cambiar el tono deja claro que no sabe qué tipo de cinta quiere ser, y todo el teatro que había conseguido montar se cae por su propio peso.
Eso no impide que la disección de Allison y David no sea apasionante durante la mayor parte del metraje. No es la mejor historia sobre adicciones que hemos visto nunca, pero puede que sí sea una de las primeras donde queda claro que la culpa de la enfermedad es del propio sistema médico norteamericano, siguiendo los avisos de, por ejemplo, 'Dopesick'. Es justo que Braff retrate a dos personas rotas por completo enmarcadas en un país absolutamente fragmentado política y socialmente.
"Karl Marx estaba equivocado: el opio del pueblo es el opio", dice un personaje secundario en uno de los mejores diálogos de una película que entre socarronería y canallada trata de reflexionar sobre la indulgencia, la pérdida y cómo tres segundos pueden cambiar para siempre la vida de alguien hasta el límite de crearle incapacidad mental. 'Una buena persona' es una historia de grises que se pierde en su tercer acto, pero bien merece vuestra atención para asistir a un espectáculo de honestidad narrado por una mano tristemente insegura.
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