Tan divertido es hablar de los géneros (que no son más que una colección de lugares comunes codificados) como necesario darnos cuenta, a mi modo de ver, de que los géneros carecen de importancia, pues constituyen, finalmente, una mera clasificación comercial, una etiqueta limitadora. En el mal llamado cine clásico, los géneros eran algo así como un denominación de origen, inmutable y nítida. En el cine contemporáneo, por suerte, se han transgredido todos los códigos, y se han pervertido los lugares comunes. Ya no es posible seguir contando historias como las del pasado.
Ang Lee (Taiwan, 1954) no sólo no tiene el menor interés en contar historias como las de antes, sino que sabe contarlas de una forma distinta, y en su cine el “qué” y el “cómo” van indisolublemente unidos. Buena prueba de ello es su obra cumbre, la excepcional ‘Brokeback Mountain’, un intenso y tormentoso fresco histórico que se zambulle en algunos de los códigos del western (principalmente, en cuanto a sus ambientes y tipos) para desmontarlo por completo, al mismo tiempo que narra un poema sobre la soledad y el dolor.
Realmente, esto no es una historia de amor. Creo que es una historia en la que apenas hay lugar para el amor. Desde su primera imagen, Lee nos muestra un mundo gélido e inhóspito, carente de afecto. De la pantalla en negro, surgen haces azules (en su mayoría) y rojos (muy pocos), que en realidad conforman los reflejos de un paraje sin vida, que cruza un camión de madrugada, con Ennis del Mar viajando en él. Hemos aceptado el azul como frío y el rojo como calor, con lo que no hace falta decir más. Los primeros minutos son para Ennis (un gran Heath Ledger), al que nos dibujan como un pobre diablo, un ser truncado y silencioso, un misterioso pastor de ovejas incapaz casi de comunicarse.
Es espectacular el plano en el que llega a la oficina del ganadero Aguirre a pedir trabajo. Puede que su ánimo sea sombrío, pero el cielo nublado es muy hermoso, casi místico. Enseguida llega Jack Twist (un no menos estupendo Jake Gyllenhaal), un hombre bastante diferente en algunos aspectos, y muy parecido en otros. Todos sabemos que la relación entre ambos es el motivo de la historia, por eso Ang Lee se toma su tiempo. Twist no es tan pobretón y tan infeliz como del Mar, pero casi. Y es más locuaz y extravertido que él. Desde un principio parecen comprenderse y reconocerse en el otro.
Porque, si lo pensamos bien, pocos ambientes puede haber más agresivos contra la homosexualidad que el country estadounidense. En realidad, para cualquier tipo de afecto, y mucho más la homosexualidad, claro está. De hecho, no es tanto un relato sobre la homosexualidad y la lucha por los derechos individuales, como una certificación del escaso amor que circula por el mundo, y la forma en que es sancionada, perseguida y atacada una forma de afecto en particular. Para Lee, sus personajes son perdedores en ese sentido, pero no hay otras formas de amor triunfantes. Es decir, no es un relato maniqueo. Aquí nadie es feliz, pero sus protagonistas menos aún.
Un lugar y una huida
El primer bloque de la película, el más hermoso desde un punto de vista más visual, representa, claro, el germen temático, pero sobre todo formal. Brokeback es la montaña en la que llevan a cabo el penoso trabajo de pastores, y al mismo tiempo el refugio en el que se sienten libres. Más que unos sentimientos de película romántica, Ennis y Jack encuentran allí un remanso de paz de una vida complicada, y en brazos del otro. Era esperable la reacción furibunda de los conservadores norteamericanos (cinéfilos o no), asi como de algunos “intelectuales” españoles de extrema derecha (me viene a la mente cierto hombrecillo con sobrepeso y gafitas, prolífico escritor y “amante” de los diferentes y los marginados).
La vida sigue para Ennis y Jack después de su encuentro en Brokeback, pero a partir de ese momento su existencia constituirá un “eterno retorno” a ese lugar, convertido ya en la arcadia soñada, lugar de exilio de dos perdedores natos, aunque Jack consiga casarse con la rica hija de un empresario. Ang Lee (y los guionistas Larry McMurtry y Diana Ossana) construirán un complejo andamiaje que es la certificación de una pérdida: vidas devastadas y desperdiciadas, girando en torno a un momento de felicidad pasajera. En cada uno de sus momentos lejos de Brokeback les imaginamos pensando en ese exilio emocional, en esa huida de la zona grisacea de la existencia, en arroyos donde bañarse desnudos y en la camaradería de dos hombres que se comprenden.
Lee maneja el tempo con mano maestra. Ni el menor énfasis de ritmo, ni la menor exageración. Algunos llaman a este cine un “cine lento”. En realidad Lee persigue algo extremadamente importante: una veracidad en la pantalla que asusta. Es un pedazo de vida, una elegía desesperada al hombre corriente, abandonado, solitario. Su cámara y su montaje pasan completamente desapercibidos (aunque hay planos muy hermosos) porque no son lo importante, sino un mal necesario. Es decir, su ritmo no lo crea el montaje, sino varios portentosos actores, y sus imágenes no las crea la cámara, sino una verdad y una sinceridad abrumadoras. Y esto ocurre porque Lee es un verdadero artista, un verdadero director.
Su desolador final es la criba definitiva para el espectador medio: no hay climax, ni resolución. Tan solo un desenlace esperable y terrible. La vida sigue, aún mutilada y sin sentido. A Ennis le queda una foto, un olor determinado, una promesa que nunca pronunció, pero continúa igual de silencioso y estoico. El mundo no ha perdido el tono gris y gélido que al comienzo. Los jóvenes, igual de incapaces de reconocer el amor. Al menos Ennis tuvo a Jack. Lee se entrega a esta historia con un coraje ilimitado (poner a Ledger y a Gyllenhaal a cuatro patas es algo que muy pocos tienen redaños de filmar), con humildad, sin divismos ni morbosidades. Su Oscar fue justísimo. No se entiende que ‘Crash’ se llevara el premio principal. Pero así son esos premios.