Dolores Fonzi habla de la maternidad, la madurez y el realismo desde una película a la que le cuesta (mucho) encontrar su propia realidad
Es uno de los tópicos del cine más aburridos: la típica persona amargada y tristona que se fuma un porro y de repente está metido en una orgía de celebración sin fin en la que es el protagonista. Para los que no nos hemos drogado nunca, la fascinación del cine por la marihuana es, cuando poco, inaudita. A veces solución para una vida vacía, otras desencadenante de la más loca de las fiestas e incluso, de vez en cuando, definición de un personaje cuya personalidad vive y muere en ser fumeta. Cuando se trata con la suficiente distancia, puede funcionar y ayudar a entender mejor su guion. No es el caso de 'Blondi', tristemente, que se queda en una simple banalización pesada e insustancial.
Hace muchos años los indios la fumaban
'Blondi' pretende contar, con tintes de realismo, la historia de una mujer abierta y diferente, una madre amiga, un rayo de luz en el gris panorama de la rutina social. Sin embargo, durante la mayor parte del tiempo se pierde buscándose a sí misma y nunca termina de conseguirlo. En su lugar, y sin pretenderlo, Dolores Fonzi confía al cien por cien en la disección de una persona ególatra e irritante que se cree tremendamente distinta.
Y, como tal, siente la necesidad de repetirlo una y otra vez en conversaciones con su hijo, su madre o su hermana. Blondi está escrita con la pretensión de ser un personaje complejo y tridimensional, pero acaba siendo una radiografía de esas personas que se creen almas libres y regalos del cielo pero producen más pereza y resoplidos que amor incondicional.
Claramente, su directora, guionista y protagonista está completamente enamorada de Blondi, pero creer que el público va a enamorarse también de ella es, cuando poco, osado. Sobre el papel debería funcionar, ojo: a todos nos gusta ver personajes que no encajan en el mundo actual y luchan contra viento y marea por preservar su personalidad a prueba de balas. Es amiga de su hijo, responde a su madre, vacila a su hermana, fuma porros sin parar. Es como una adolescente en el cuerpo de una cuarentona que, precisamente, se hace interesante cuando esta armadura se resquebraja.
La película encuentra sus mayores hallazgos cuando el castillo de naipes cae y nos permite ver a la Blondi con sentimientos, esa que quiere tapar con un manto de dejadez y dependencia materno-filial, centrándose, por fin, en la realidad que inconscientemente reprime durante el metraje. Pero el personaje se rasga demasiado tarde, y para cuando salen a la palestra los matices es demasiado tarde, y gran parte del público ya habrá desconectado. No todo. Y ahí está parte de la magia.
Terciopelo bajo la tierra
En sus mejores momentos, 'Blondi' es una película sobre decir adiós a quien amas, la dependencia emocional, las personalidades impostadas, la familia no convencional, sentirnos completamente solos en el mundo, enfrentarnos a quiénes somos realmente. En un ensayo y error continuo, Fonzi sí consigue algunos momentos auténticos, como esa madre reconociendo -sin lágrimas, con total clarividencia- que no echa de menos a sus hijos o los momentos en la azotea entre madre e hijo donde no se dicen nada, pero se lo dicen todo.
La cinta está planteada como una elegía al crecimiento. No solo personal, también sentimental. Aprender que no todas las familias son iguales, que la felicidad no es algo objetivo ni -mucho menos- global, que el cariño se puede demostrar de muchas maneras diferentes. Fonzi ama 'Blondi', y ese cariño impregna, de una manera u otra, al espectador, que asiste a un buen puñado de retales de la vida de su protagonista que logran amalgamar el puzzle de su vida. De hecho, es mejor cuando representa la extraña cotidianeidad de sus protagonistas que cuando toma tintes de extraño road trip.
Pero, en última instancia, 'Blondi' vive o muere en el cariño que le profeses a su protagonista. Es ella la que está en el centro de manera continua, yendo a trabajar, hablando con su hijo, rescatando a su hermana, discutiendo con su madre, escuchando a The Velvet Underground. Cualquiera diría, por cierto, que han dilapidado el presupuesto de la cinta en conseguir los derechos de la banda de Lou Reed, porque es el motor de la propia cinta y el centro del ambiente sonoro que nos muestra con una precisión espectacular.
Al final, la película es una comedia sobre la maternidad muy sui generis. Pero no entendida de la manera clásica, como un ente protegiendo a su polluelo de cualquier problema externo, sino como un colegueo casi propio de hermanos, confuso, sí, pero feliz, que deja un regusto amargo cuando Blondi tiene que afrontar la realidad que lleva tantos años negándose. Ella es tan autoconsciente de la diferencia que quiere marcar que no permite que se cuelen sus emociones naturales. Cuando lo hacen, por fin, la realidad se cuela por las rendijas de una película demasiado preocupada, como su protagonista, en marcar la diferencia. Y justo en esos instantes de realidad es cuando encuentra su razón de ser. Más vale tarde que nunca.
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