Uno de las mayores dificultades a las que debe enfrentarse un crítico de cine, o cualquier persona que tenga intención de compartir su opinión sobre un largometraje, se encuentra en la necesidad de despojarse de todos los prejuicios y conocimientos derivados de su edad, conocimientos y experiencias vitales, para poder realizar una evaluación acorde al target objetivo al que va dirigido el producto.
Analizado con frialdad, y desde la perspectiva de un hombre en la treintena que lleva casi media vida entregado al séptimo arte, el batacazo en taquilla que ha sufrido 'Las aventuras del doctor Dolittle' está más que justificado; viéndose perfectamente reflejada su problemática producción en cada minuto de un metraje cuya mejor etiqueta sería la de desastroso.
Pero es evidente que lo último del oscarizado Stephen Gaghan —'Syriana'—, de un bobalicón e inerte cariz infantil, no está diseñado para mí. Por ello, una vez se apagaron las luces de la sala, me obligué a hacer un ejercicio de proyección para intentar disfrutar de la película desde el punto de vista más próximo posible al de su público potencial. Y, sorpresa, la cosa no ha sido tan terrible como la pintaban.
Una cuestión de perspectiva
Una vez desconectada buena parte de mi red neuronal, y tras una encantadora secuencia introductoria animada, no me costó demasiado introducirme de lleno en la desquiciada 'Las aventuras del doctor Dolittle' y en su festival de excesos, prefabricado para mantener clavados en la butaca a los más pequeños de la casa durante 100 fugaces minutos. Poco más de hora y media en la que la comedia más ligera y bobalicona convive con la extravagancia visual de un modo extrañamente acertado.
Bajo mi mirada libre de recelos y suspicacias pude reírme con las incontables muecas y desvaríos de un Robert Downey Jr. sin ningún tipo de control, evadirme gracias a una inagotable sucesión de set-pieces en las que la cámara no para quieta al servicio de un surtido de animales CGI igual de desatados que el protagonista, y deglutir sin esfuerzos una historia de lo más simple, desarrollada con el piloto automático encendido.
Una vez terminada la función, mucho menos tortuosa de lo esperado, y de nuevo en mis cabales, fue imposible no aproximarme a 'Las aventuras del doctor Dolittle' a través de mi prisma habitual. Entonces, la simpática pantomima de Downey Jr. se transformó en un auténtico disparate sin pies ni cabeza —aún intento procesar su acento galés— en la que un intérprete respetable —ahí seguirá estando 'Chaplin' para demostrarlo— cae en los terrenos de la vergüenza ajena y la casi humillación pública.
Asimismo, la narrativa del filme pasó de ser ligera a revelarse como un total sindiós en el que secuencias inconexas se iban sucediendo a trompicones sin ningún tipo de pegamento causal que las uniese, haciendo excesivo foco sobre las criaturas digitales, integradas de forma irregular y mucho menos lúcidas de lo que deberían. Ni qué decir de un sentido del humor que halla su mejor baza en la extracción masiva de objetos del ano de uno de los personajes.
Por suerte, nada de esto último debería ser percibido por los espectadores pertenecientes al target de 'Las aventuras del doctor Dolittle'; una producción cuyo mayor pecado ha sido un exceso de ambición —concretamente de 175 millones— que, salvo sorpresa, costará bastante caro a Universal Pictures, y que nos recuerda que, también en el cine, "todo es cuestión del color del cristal con que se mira".
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