‘Ático sin ascensor’ (‘5 Flights Up’, Richard Loncraine, 2014) es una de esas películas pequeñas estadounidenses que nada tienen que hacer frete a la avalancha de blockbusters llegados del mismo país, al menos desde una perspectiva taquillera. Una de esas películas que a veces se agradecen, alejadas de la pantalla verde y los monigotes, aunque eso no es suficiente, ni de lejos, para hacer un buen producto. La que hoy nos ocupa se queda a medio camino de muchas cosas, y se salva por su carácter afable y nada pretencioso.
Catorce años después de los atentados del 11-S, las consecuencias de su impacto mundial aún realizan estragos en la sociedad estadunidense a través de una paranoia colectiva que llega a límites insospechados. El séptimo arte, cómo no, se ha hecho eco numerosas veces desde aquel fatídico día, de forma directa o indirecta, de forma clara o en el subtexto. ‘Ático sin ascensor’ pertenece al segundo grupo, y de paso nos ofrece dos sentidas interpretaciones de su veterana pareja protagonista, Morgan Freeman y Diane Keaton.
Alex y Ruth Carver son un matrimonio viviendo en el mismo apartamento durante cuarenta años, y han pensado en venderlo. Él es un artista que hace tiempo no vende un cuadro –los retratos ya no interesan a nadie− y el dinero podría venirles muy bien. Abrirán un rincón de su vida para un montón de extraños, mientras la ciudad de New York está pendiente de un presunto terrorista islámico que ha despertado el fantasma del 11-S.
Los rostros
Dicho detalle, que puede hacer variar el precio del piso, o el interés de sus posibles compradores, es una gota de denuncia en un film sobre el que se planea en cuestiones como la intolerancia, la falta de comprensión hacia el prójimo, sobre todo si es de otra raza, o incluso otro barrio, sobre la incomunicación hacia la que nos llevan las grandes tecnologías, sobre la pérdida de las formas, o la fácil crispación que inunda todas las vidas. No hay pausa para la reflexión, lo que precisamente demanda el personaje de Freeman.
La extrema velocidad a la que se mueve el mundo actual, sumada a esa citada falta de reflexión, esto es, pararse a pensar, es tratada de pasada en un film que parece buscar el ser un pequeño oasis con dos actores pertenecientes a una época que parece muy, muy lejana. Ellos con sus recuerdos y sueños compartidos llenan de sobra la película, en la que no se entiende que Richard Loncraine haya utilizado por ejemplo el formato scope en un film tan intimista como éste, a no ser esos planos finales de la ciudad con los títulos de crédito.
Una ciudad en la que debe haber historias, si no iguales, sí muy parecidas, a la central. Morgan Freeman y Diane Keaton ponen sus rostros, y una gran química y compenetración, a esos rostros olvidados de miles y miles de personas en su misma situación. Ellos y su pasado, tanto el ficticio como el real, SON la película, vaga en reflexionar de verdad, pero amable y lo suficientemente emotiva, incluso triste con un detalle de guion genial: la gente ya no está interesada en los retratos. Ya no interesan los rostros que cuentan historias, los que simulan ser un sueño o aquellos que son reales, como el de la joven con gafas que un día sirvió de modelo a un joven pintor del que se enamoró.
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