Wes Anderson, considerado por muchos como uno de los nombres más importantes del cine del siglo XXI, está de vuelta con ‘Asteroid City’, un nuevo artefacto lleno de sus obsesiones estéticas que parece llamado a dar punto y final a una época del cine independiente, si alguna vez lo fue, que llevaba como estandarte una estética pastel, reparto con actores sin miedo a los silencios incómodos y el humor sin chiste, desafíos postmodernos de una etapa que se niega a evolucionar.
El cine con marca Anderson es ya un meme, destinado a desafíos para las inteligencias artificiales que transforman cualquier película a algo que hubiera dirigido él, un fenómeno social media que deja claro que su estilo y marca de autor son incuestionables, pero también que son casi una caricatura en sí mismos, un método aplicable al tema que el autor esté tratando de transformar en su propio universo de simetría, colores primarios en tonalidades pastel y vestuario de tienda de ropa vintage para atacar, ante todo a los ojos.
Vuelta a los Estados Unidos psicotrónicos
Esto nos da una pauta que se suele repetir en su cine. Durante un primer acto, todo son chanzas y banquete de ideas, un alarde de diseño y una pequeña curva de aprendizaje del lenguaje visual elegido. Unos títulos de crédito inusuales acompañados de alguna canción con voz estridente, inherentemente graciosa, posiblemente antigua y especialmente elegida para amontonar gags visuales que nos introduzcan en el mundo de su nueva obra.
En este caso, nos propone una especie de romance de ciencia ficción ubicado en una zona desértica de Estados Unidos, en una etapa indeterminada, posiblemente Nuevo México en los años 40-50-60. Un pedazo de cultura americana que incluye pruebas nucleares, la tv en Blanco y negro, experimentos secretos, rastros hillbilly y extraterrestres con naves con formas inherentemente afines a la cultura humana. ‘Asteroid City’ juega a la combinación por ósmosis, como un álbum de recortes, bajo una coartada meta que nunca llega a explicar con congruencia.
Pero como en casi todas sus películas, una vez pasa la primera media hora de exposición de ese mundo, se convierte en un test de resistencia. Algunas conseguían mantener su interés de forma fluida y otras, como esta, son un proceso de aguante al tedio entre saltos de interés desigual en el que hay que tratar de encontrar el hilo conductor a través de una serie de fragmentos que incluyen sus verdaderos “temas”: romances adolescentes entre raritos y desencanto idealizado en la madurez.
La comedia sin humor
Hay unos cuantos aciertos en su filmografía en los que consigue mantener un equilibrio orgánico prodigioso, en otras, tiene los apuntes desparramados pero no acaba de conectar sus núcleos de interés. En ese momento es cuando nos encontramos perdidos en la sala de cine, tratando de hacer como que no hemos escuchado entre butacas una risotada fingida en momentos en los que el largometraje se entrega a una broma bufa con desesperación. O cuando procuramos mostrar interés cuando otros señalan a la pantalla en la aparición del cameo del actor que no esperábamos, o en su defecto Tilda Swinton.
Aquí Tom Hanks hace de sustituto de Bill Murray, para coronar un reparto de caras conocidas que puede ser el mayor desperdicio de talento puesto al servicio de un reclamo publicitario visto en décadas. La mayoría de papeles no llegan a cameos, y aunque hay algunos importantes, como ese Bryan Cranston en modo Rod Serling, el efecto es el de desfile de famosos para hacer una fiesta en la que nadie parece divertirse. En parte es un síndrome de sketch de Saturday Night Live con invitados, en parte es una alarma de que hemos entrado en la era ‘Torrente’ del cine indie americano.
Porque la pregunta que surge al ver a tal cantidad de amiguetes es si la película podría funcionar sin esas apariciones. Lo cierto es que no funciona ni juntando a Edward Norton, Jason Schwartzman, Scarlett Johansson, Jeffrey Wright, Adrien Brody, Liev Schreiber, Hope Davis, Maya Hawke, Steve Carell, Matt Dillon, Willem Dafoe, Margot Robbie, o Jeff Goldblum, porque su espíritu coral vive deslavazado y desubicado, y parece que la idea de reconocer un rostro familiar quiera sustituir a un gag cómico.
Un estilo sin capacidad de sorprender
Y esto tiene mucho que ver con que cuesta considerar ‘Asteroid City’ como una comedia, y no porque tenga más drama de la cuenta, ni porque su romance sea empalagoso, sino porque sus tímidos intentos de gag son estrepitosamente incapaces de hacer levantar una sonrisa. Por supuesto, su puesta en escena rotunda puede crear una ilusión de autoridad sobre el espectador despistado, que reirá en el noveno guiño similar al correcaminos de Chuck Jones, pero en general se limita a maquillar cómo ninguna de sus gracias aterriza a tiempo.
Las referencias visuales siguen siendo exquisitas, tanto a los cartoons de la Warner como a los cómics de Chris Ware, pero su propuesta satírica de unos Estados Unidos obsesionados por el espacio no llega al nivel de absurdo de la entrañable ‘Space force’ y muestra síntomas de la decadencia de un movimiento de jóvenes cineastas como Anderson, Jonze o Gondry, que ya no sorprende con su excentricidad sincopada y camaradería con un público que no se vuelve loco como antaño por la ropa de tienda de segunda mano del centro gentrificado.
Que ‘Asteroid City’ se esté levantando como lo mejor del director desde ‘El gran hotel Budapest’, dice mucho del estado de la mecha de todo un estilo que hace 20 años tuvo relevancia, cuyos últimos coletazos nos esperan en forma de televisión de prestigio de alguna serie de Apple Tv+ en la que lo poco que queda por ofrecer se diluirá durante muchos más minutos. Una oda a la nada que demuestra lo perdida que está la inercia sorprendente del supuesto indie de los años 2000, recocida en su propio jugo y absoluta falta de contacto con la realidad del público joven actual.
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