“¡Necesito un niño, ellos tienen demasiados! Vuelve allí y no regreses sin un bebé...”- Edwina ‘Ed’ McDunnough (Holly Hunter)
Con las numerosas, y tan respetables como cualquier otra opinión, alabanzas que está recibiendo un filme en mi opinión tan gris y rutinario como ‘Valor de ley’ (‘True Grit’, Hermanos Coen, 2010), me entran más ganas que nunca de revisar los inicios de los ínclitos hermanos Coen, esos en los que demostraron una originalidad y, sobre todo, una personalidad, que ahora parece aguada por una década en la que han convertido su intransferible mirada cinematográfica en una marca sobre la que dormirse en los laureles. Al menos ellos, no como otros directores, sobrevalorados hasta el hartazgo, gozan de un pasado brillante que, por mucho que ahora se empeñen en enterrar a base de convencionalismo y aburrimiento, va a permanecer ahí para todos los que no se dejen llevar por las modas pasajeras y sepan valorar un cine valiente, totalmente a contracorriente, que aún hoy se sostiene con envidiable vitalidad, y que nos divierte al mismo tiempo que nos cautiva con una historia delirante.
Porque ‘Arizona Baby’ (penosa traducción del mucho más estimulante ‘Raising Arizona’, que se estrenó en todo el mundo en el año 1987) es una película increíblemente vitalista y extraña, hecha con cuatro cuartos (los cuartos, casi, que los Coen habían ganado con su primer largometraje, el inolvidable ‘Sangre fácil’ (‘Blood Simple’) en 1984) pero con toneladas de imaginación, ingenio, y sobre todo amor por sus personajes, una característica que ahora, más de dos décadas después, parecen haber perdido para siempre en el camino, dos hermanos que han permitido que la gelidez de sus historias se traduzca en gelidez en la puesta en escena. Pero, por suerte, aún no había llegado ese momento, que se vislumbraba en la primera década del siglo XXI, en que los Coen pasaban de sus personajes, y aquí tenemos la prueba irrefutable de ello. ‘Arizona Baby’ es, ante todo, un relato de compasión por dos personajes que rozan el encefalograma plano de la estupidez supina, que en manos de otro director hubiera derivado en un thriller muy oscuro, casi siniestro, pero que en las de los Coen fue una gozosa comedia negra.
Película a medio camino entre el surrealismo más febril, el cómic underground más salvaje, la animación “made in Tex Avery”, el western de carretera, la comedia loca clásica de los años cuarenta (que llamaron “screwball comedy”), y a saber cuántas cosas más, que se resiste a una clasificación o etiquetación ortodoxa, porque el puro carácter subversivo de sus imágenes lo impide. Lo que es seguro es que tras los brillantes balbuceos de su primera película, los Coen le echan unos redaños terribles a la segunda, sacrificando el equilibrio de las partes en favor de algunos momentos delirantes, que a saber cómo consiguen que se sostengan en pie a pesar de lo absurdos y extremos que resultan. Lo más interesante, sin embargo, al menos para quien esto suscribe, es que los Coen no se ven sepultados por su aluvión de imágenes descabelladas, y son capaces de construir subterráneamente un emocionante discurso sobre la maternidad, la nula eficacia de las cárceles con criminales reincidentes, el infierno del trabajo mal pagado, la irresponsabilidad paterna o lo apático de una vida burguesa sin más motivo que trabajar y procrear. No es poco.
El ladrón cutre y la poli estéril
Sobre el papel, la idea de inicio es insuperable: el ladrón de más bajo nivel que imaginar quepa (Nicolas Cage), y la policía que una y otra vez se encarga de hacerle la ficha cada vez que le detienen (Holly Hunter), terminan casándose, para luego descubrir que ella es estéril; desconsolados, se enterarán de que el empresario Nathan Arizona ha tenido quintillizos, y decidirán robarle uno, porque “no es justo que unos tengan tanto y otros tan poco”. Desde esa premisa, la imaginación de los Coen se dispara hacia terrenos a veces entrañables y otras apocalípticos (tal cual), pero siempre increíblemente divertidos. Como ejemplo perfecto, los diez primeros minutos, apertura que funciona casi como una secuencia musical antes de los créditos, que ya establece el tono moral y el estilo visual de la película con inusitada contundencia, dibujando perfectamente a sus dos caracteres principales, que asemejan a nuestros ojos dos seres reales, por muy extrema que sea su caracterización y su dirección de actores. Estamos en un terreno cien por cien Coen, en su esencia narrativa, que en las últimas películas ha pasado a convertirse en fórmula.
Es imposible tomarse en serio el tema de banjo de Carter Burwell, que parodia sin ambages el espíritu de la América Profunda. Así mismo, la fotografía de Barry Sonnenfeld (futuro director de, por ejemplo, ‘Hombres de negro’ en 1997) convierte a cada plano, o casi, en una viñeta en la que lo zafio se da la mano, sin problemas, con un colorido vitalista. El sentido visual de los Coen, que explota al máximo las posibilidades del gran angular, emplea las panorámicas y los bruscos movimientos de cámara como expresión salvaje de una galería de personajes profundamente idiota, verdaderos tarados mentales, y se sustenta en cuatro secuencias magistrales:
1. El disparatado secuestro de Nathan Jr., con H.I. incapaz de dar abasto con cinco bebés (por cierto, todos preciosos y sonrientes), pues cada uno se va por un lado, correteando, saltando sobre su espalda, y volviéndole loco. La alucinante cámara de los Coen y Sonnenfeld sigue los movimientos de los pequeños como si fueran verdaderos monstruos (angelicales, eso sí) que hacen lo que quieren con los adultos.
2. El sueño de H.I. en el que se anticipa la presentación del personaje del cazarrecompensas Leonard Smalls (un bestial Randall ‘Tex’ Cobb), que aparenta un jinete del apocalipsis “con todos lo poderes del infierno”. Lanza una granada a un conejo, dispara a una lagartija desde la moto, las flores se queman a su paso, y todo termina con un movimiento de cámara “prestado” de su amigo Sam Raimi. Inolvidable.
3. La tronchante secuencia del robo, algo así como una versión en imagen real de un episodio del correcaminos, que comienza con un improvisado asalto a un supermercado, y deriva primero en un tiroteo salvaje y luego en una persecución en la que se ven involucrados media docena de perros, varios coches de policía y el trío familiar (por cierto, qué bien dirigido está el bebé...), con un ritmazo en la planificación y el montaje que certifica la intensidad y la energía de la puesta en escena de estos hermanos.
4. El bloque final, que comienza con otro robo tronchante (el que llevan a cabo los personajes de John Goodman y William Forsythe) y termina con un combate si tregua contra el motorista cazarrecompensas.
Es notable la compasión que siente los Coen por H.I. y Edwina. No son más que dos pobres diablos que cometen una gran equivocación, y los directores se niegan a culparles por ello, aunque hayan de pagar las consecuencias. ‘Arizona baby’ posee un fondo de humanidad y benevolencia que se extiende a todos los tontos del haba (buscas “estulticia” en el diccionario y aparece uno de sus rostros) que pueblan sus imágenes, con excepción del malvado motorista, que conoce un final acorde con su condición. Puede que te rías mucho con los chistes gruesos que colman cada secuencia, pero deja un poso de melancolía incontestable, porque el espectador se ha contagiado de la compasión de los directores por los personajes, y lamentas que, en el fondo, sean tan infelices. Ese fondo parecen haberlo perdido los Coen, que en su última película son incapaces (al menos conmigo) de hacer que te importen sus personajes, más que nada porque da la sensación de que a ellos tampoco les importan demasiado.
Conclusión e imagen favorita
Brillante comedia negra que, aunque por momentos parece sostenida con alambres, nunca se derrumba, a saber por qué milagro, y cuyas grandes secuencias justifican por sí solas su visionado. Mi imagen favorita es esa en la que, una vez consumado el secuestro, se sientan los dos con el bebé, ignorante de todo, y H.I., emocionado, afirma que ya son una familia. Imposible explicar mayor cutrez mental con una sola imagen.