Reconozco que me había dado por vencido con Julio Medem: sus películas posteriores a ese radical punto y aparte que fue la estupenda ‘La pelota vasca’ me habían parecido enloquecidos monumentos megalómanos que iban de lo simpático (‘Habitación en Roma’ parecía querer invocar el espíritu del desaparecido cine S) a lo insensato (‘Caótica Ana’ y ‘Ma ma’ eran obras de un autor sin freno, modestia ni sentido de la medida, pero más cerca de Nacho Cano que de Werner Herzog). Sin embargo, ‘El árbol de la sangre’ ha supuesto una pequeña sorpresa por lo que tiene de regreso a propuestas más comedidas.
En el caso de Medem, eso no implica que se haya convertido en un Ozu, precisamente: es más comedido comparado con la enloquecedora transustanciación feminista de ‘Caótica Ana’, pero sigue proponiendo una montaña rusa estética y argumental, llena de curvas cerradas y caídas en picado. Pero sí que es inevitable remontarse a ‘Vacas’ o ‘La ardilla roja’, sus primeras películas: primero, porque en aquellas aún no había estallado el Medem sin freno de hoy, y segundo porque están ambientadas en el País Vasco, a donde vuelve ‘El árbol de la sangre’.
En ella, una joven pareja (Úrsula Corberó -que se sigue ganando a pulso la fama de actriz versátil y todoterreno- y Álvaro Cervantes -también estupendo-) se instalan en un caserío por el que las familias de ambos pasaron años atrás. Juntos comienzan a desentrañar la historia que les une, y ponen sobre la mesa una serie de acontecimientos que implican a los padres de ambos, amantes por ambos lados, dos bodas, mafiosos georgianos y los Niños de Rusia de la Guerra Civil.
El argumento es tan delirante como suena con ese enunciado, pero lo cierto es que Medem se las arregla para dotar de sentido a una narrativa que salta sin descanso entre distintas épocas (y con los puntos de vista de las dos partes de la pareja). El director juguetea, quizás en los momentos más interesantes de su puesta en escena -por ser atrevidos y sencillos a la vez-, con el montaje, el sonido y las metáforas visuales para alternar un tiempo y otro como si todo conviviera en una misma línea, como si recuerdos y presente estuvieran entrelazados sin posibilidad de desenmarañarlos.
‘El árbol de la sangre’: caótico Medem
Por desgracia, esa ingeniosa sutilidad, ese atrevimiento a la hora de poner en contacto dos épocas que se superponen no siempre tiene un equivalente en el desarrollo del argumento: el malabarismo con elementos tan dispares como la mafia de la Europa del este instalada en España, el tráfico de órganos y la creación literaria a veces opta por los giros extravagantes e histéricos. Lo cual no tiene porque ser un problema en sí, pero la solemnidad de Medem a la hora de lanzar al espectador soluciones narrativas absolutamente inverosímiles a menudo lo expulsa de la historia.
A estas alturas no le vamos a pedir a Medem que muestre ironía al mirarse a sí mismo y a sus ya definidísimos tics autorales (dejando aparte la ironía involuntaria, claro), pero cierta autocrítica -o algo de relajada modestia- le habría venido bien a la hora de enhebrar metáforas tan toscas como la de los hermanos-toro, con tatuajes incluidos. O de dar algo de sentido a esos quince minutos finales desnortadísimos, en especial la parte del hospital.
¿Qué nos queda entonces? Una película irregular y demasiado opaca, como prácticamente todo el cine del director desde ‘La pelota vasca’, pero que en sus mejores momentos sabe devolvernos cierto brillo e ímpetu juvenil, propio del director de ‘Vacas’, ‘Tierra’ y ‘La ardilla roja’. Los cruces de tiempos y la fluida narración entre las dos bodas, algunos conceptos sobre la predestinación del amor que no parecen salidos de una carpeta de adolescente, un extraordinario plantel de actores (se le podrán achacar muchas cosas al director vasco, pero no la de no saber rodearse de intérpretes de primera) y una mecánica que funciona muy bien, basada -como es habitual en sus historias- en serendipias de todo calibre.
El resultado será más que suficiente para los fans de Medem de viejo cuño que quieran reencontrarse con la poesía genuina y original de las obras del director ambientadas en Euskadi. Quienes se echaban las manos a la cabeza con el sexo tremebundo, los nombres capicúa y las líneas de diálogo imposibles, tendrán motivos para seguir quejándose, aunque si algo está claro desde hace años es que a Medem eso no le importa lo más mínimo. Que también es digno de elogio.
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