Semanas de viaje remontando un río que serpenteaba como un cable conectado a Kurtz (...Weeks away and hundreds of miles up a river that snaked through the war like a main circuit cable - plugged straight into Kurtz) - Willard
Una música de reverberaciones tenebrosas, lograda a base de sintetizadores y un sentido operístico de la puesta en escena, acompaña al minúsculo helicóptero que sobrevuela una zona agrícola vietnamita (en realidad, una zona agrícola filipina). Coppola describe así el estado anímico de Willard, que al fin ha conseguido una misión, seguramente la última de su vida. El sonido de la hélice reverbera. Imposible no remitirnos a la secuencia inicial de la película. El sonido como una espiral que atrapa a Willard, que le arrastra. Ha regresado, y la hélice recupera ese sonido infernal.
Willard comienza a hablar, a reflexionar más bien, sobre cuánta gente ha matado, mientras observamos cómo llega a su lancha y parte desde alguna parte del río Nung. No parece importarle mucho ser un asesino. Lo malo es que esta vez se trata de un americano, y de un oficial. Ahora por fin sabemos por qué Coppola ha elegido a este personaje para protagonizar su tenebrosa adaptación del original de Conrad y homenajear al mismo tiempo, en cierto sentido, a 'El mago de Oz'. Es un asesino y va a cumplir su misión. Sí, pero es un soldado lúcido, no una máquina de matar sin sentimientos. Es decir, es un privilegiado por su falta de escrúpulos, por su extraña moral y por la increíble misión que va a llevar a cabo.
Sus palabras hablan por sí solas: "culpar de asesinato a alguien aquí es como multar por exceso de velocidad en las 500 millas'. Un absurdo total. Es uno de esos correosos seres capaces de cumplir las órdenes, pero al mismo tiempo cuestionar no ya esas órdenes, sino a los que las deciden. Willard está más allá de todo eso. Él quería volver. Quería la misión, la jungla, el éxtasis de la guerra. Quizá encontrar lo que le falta para alcanzar la paz. Y va a hacerlo. Va a encontrar su reflejo en el espejo. Por suerte o desgracia para él, nunca se sabe en verdad, no va a estar solo en la patrullera fluvial. Le acompañan cuatro compañeros de muy distinto carácter.
Chef, el maquinista, interpretado por Frederic Forrest; Lance, el ametrallador de proa, y surfista famoso, interpretado por el recientemente fallecido Sam Bottoms; Limpio, intrepretado por Lawrence Fishburne, un colgado del Bronx; y finalmente Phillips, el Jefe, al que da vida el gran Albert Hall. Los cuatro compañeros inician así una difícil convivencia en el reducidísimo espacio que da de sí una lancha patrullera. Ya desde esos primeros planos de presentación, advertimos que no transcurrirá mucho tiempo antes de que la convivencia estalle en pedazos. Pero apenas hay tiempo de pensar en eso ahora, porque enseguida Willard comienza a estudiar el dossier de Kurtz. Y empieza a indagar en el inacabable misterio que representa este hombre.
Es tremendamente interesante que Willard, en su narración, afirme que no puede conectar al hombre que está estudiando en el dossier, con la voz de la narración. Nuevamente la obsesión de Coppola por el sonido, que es el que otorga sentido a sus personajes. Pero ya hablaremos de eso. Willard descubre (con unos planos detalles majestuosos que dan cuenta de las partes más vistosas de un historial impresionante) que Kurtz era el soldado perfecto, destinado a los cargos más altos. ¿Qué pasó? Algo se torció, pero nunca averiguaremos el qué.
Regresando de una misión como asesor en Vietnam hizo un informe que no gustó a los altos mandos. Y todo empezó a torcerse para Kurtz. Luego pidió el traslado a aerotransportados. A saber qué diría en ese informe, pero parece claro que no estaba de acuerdo con el modo de hacer las cosas de los jefes de aquel tinglado. Luego regresó a Vietnam, dos años después, con cuarenta. Todo muy extraño. Willard no entiende absolutamente nada. Pero tampoco tiene tiempo para pensar, pues se topan de frente con la caballería aérea, y termina esta breve parte introductoria de la película.
Hasta ahora hemos sido testigos de tres partes bien diferenciadas. Y es que este largo relato va a moverse a base de capítulos más o menos largos, de cápsulas o esferas que van tocándose las unas a las otras y haciendo avanzar la historia. Y todas ellas muy diferenciadas. Storaro, en toda esta parte, que es de hecho la primera parte realmente en localizaciones de exteriores, alcanza gran precisión a la hora de maniobrar con una luz natural prístina, de gran suavidad. Pero, y aunque esto sea casi imperceptible, va introduciendo de forma sutil, arreglos artificiales a esa luz, reflejos y difusores invisibles que hacen ganar a la imagen en profundidad.
Así mismo, el etalonaje es brillante. En el momento de la llegada de la lancha a su primera parada, con el caos formado por la división aérea, cuando se supone que el sol está rayando el horizonte, y ofrece una durísima y extraña luz anaranjanda. Así mismo es notable de qué modo Coppola otorga un espacio casi milagroso a lo angosto de la lancha, pues con sus encuadres parece ensancharla, aunque como veremos más adelante, sus encuadres la harán todavía más estrecha de lo que es. Cambiamos por tanto completamente de tercio, con la aparición en pantalla del irrepetible Robert Duvall, que irrumpe en la pantalla con una fuerza arrolladora. Por fin vemos la guerra del Vietnam en toda su caótica esencia.
Tan caótica es la operación que presencian los integrantes de la lancha, que incluso Coppola, Storaro y Tavoularis aparecen en ella (fingiendo ser reporteros de televisión: "no miren a la cámara"). En la búsqueda del enlace, Coppola recurre a una limpia cámara en mano, a una grúa, y a una dolly, todo para describir vivamente lo que rodea a Willard y el resto de compañeros. El teniente coronel Kilgore baja de un helicóptero que reza "death from above", sombrero de caballería en mano, y más que dar órdenes, las ruge. Mandan a Willard a asesinar a un alto mando enloquecido, y el primero que se encuentra en el camino podría rivalizar con él en salvajismo.
Primero pasa olímpicamente de Willard, porque está muy ocupado repartiendo una baraja de cartas (las cartas de la muerte) entre los vietcongs muertos. Willard le sigue, e incluso no se inmuta cuando vuela una granada en una guarida. Luego llega el muy negro momento del vietcong al que se le salen las tripas y suplica por un poco de agua. Kilgore se ofrece a darle agua, e incluso se pone agresivo con quienes no quieren darle ni eso antes de morir. Pero enseguida pasa de él cuando se entera de que uno de los que acompañan a Willard es el famoso surfista Lance Johnson. ¿Quién sabe si el coronel hubiera escoltado al grupo hasta el río antes de enterarse de que su héroe surfista estaba con ellos?
Antes del muy famoso momento del ataque con la música de la cabalgata de las Walkyrias de Wagner (que sin duda merece otro post para ella), aún tenemos otro genial ambiente creado por Storaro, quien con gran valentía y pocos deseos de lucirse continuamente (como, ay, hacen tantos operadores con talento pero sin agallas), ofrece esta vez la fotografía de la fiesta nocturna, y en ella sin temor deja que las líneas de luces horizontales que aparecen cuando un foco incide directamente sobre el objetivo de la cámara, tengan su aparición. El preciosismo no tiene cabida aquí, sino una trabajada estilización de la imagen destinada a provocar la más fascinadora de las profundidades en la imagen.
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