Primero, perdimos en la Segunda Guerra Mundial. No digo que ustedes ganaran, pero nosotros perdimos. En Dien Bien Phu, perdimos. En Algeria, perdimos. ¡En Indochina, perdimos! ¡Pero aquí no perdemos! Este trozo de tierra, lo conservaremos. Nunca lo perderemos. ¡Nunca!
(At first, we lose in Second World War. I don’t say that you americans win, but we lose. In Dien Bien Phu, we lose. In Algeria, we lose. In Indochina, we lose! But here we don’t lose! This piece of earth, we keep it. We will never lose it. Never!)
-Hubert de Marais
Después del capítulo del puente de Do-Lung, que facilmente puede interpretarse como un puente a otro mundo, el quinteto pierde al primero de sus componentes, el entrañable y pelmazo Limpio (Lawrence Fishburne), en una secuencia típicamente coppoliana, pues a una situación extraña (uno lee la infame noticia del asesinato de Sharon Tate por la secta de Charles Manson, otro abre un bote de humo púrpura y el barco se ve, literalmente, atrapado en una nube. En ese mismo momento, como si invocaran a un enemigo invisible, reciben una mortífera lluvia de bengalas, una de las cuales impacta en Limpio.
Varias cosas interesantes preceden al desembarco en la plantación francesa. Primero, que Willard no recibe una carta de ningún familiar, como el resto, sino nuevas órdenes que tienen que ver con el teniente Richard Colby (un joven Scott Glenn), quien había partido antes que él en una misión idéntica, pero que al parecer se quedó con Kurtz. Segundo, que el cachorro que Lance se quedó desaparece y nunca más lo encuentra. Tercero que la cinta de la madre de Limpio, que había empezado a escuchar en un reproductor, sigue escuchándose tras el ataque. De hecho el director, de manera despiadada, pone ese audio en primer término, y devalúa el resto de sonidos. Un escalofrío nos recorre por todo el cuerpo.
Es como si a lo más joven o lo más inocente, el precioso cachorro y el más crío del grupo, no le estuviese permitido bajar a esas profundidades del horror. El grupo queda deshecho y abatido. En una poderosísima imagen, el barco pasa por debajo de los restos de un caza derribado. Parece un augurio no sólo del fracaso estadounidense en esa guerra, sino de una muerte inminente para todos. Pero cuando una espesa y blanquísima niebla (uno de los momentos más logrados por Vitorio Storaro) hace su aparición, entonces ven algo que les deja boquiabiertos. Primero unas ruinas, por cuya puerta pasa primero, muy significativamente, el propio Willard.
Y luego se ven rodeados por un grupo de soldados franceses que emergen de la niebla como fantasmas. Ésta es, sin duda, la más fascinante e importante de todas las secuencias inéditas del Redux, y que no se comprende cómo quedó fuera del montaje para cines de 1979. De pronto, los miembros de la patrullera se encuentran en una plantación francesa en Camboya, quizá la última. ¿Sueñan o es cierto lo que ven sus ojos? Un tipo de imponente presencia aparece entre los soldados franceses: es Hubert de Marais (interpretado con fuerza indescriptible por Christian Marquand), quien les da la bienvenida, aunque quizá Willard pensara haber encontrado ya el campamento de Kurtz, a la plantación que ha sido de su familia desde hace setenta años.
Elegante encadenado en blanco (aprovechando la niebla) al sentido funeral de Limpio, con un gran Albert Hall (Phillips), cuya importante aportación a la película no siempre se recuerda. Entre lágrimas por la muerte del que consideraba algo así como un hermano pequeño, le entrega una bandera norteamericana hecha jirones (nada que añadir) a Willard. Este, en un falso plano subjetivo, se da cuenta de la muchacha (una preciosa Aurore Clément, que interpreta a Roxanne Serrault) que observa el entierro desde un balcón de la casa.
Gracias al plano de apertura de la importante cena que todos van a compartir, observamos bien que la intención de Coppola y de Tavaoularis es la de transportarnos a una auténtica casa colonial francesa de principios de siglo. El tiempo se ha detenido allí, y no deja de llamar la atención que justo antes de llegar a Kurtz (que representa, como metáfora en sí mismo, el futuro de la humanidad), Willard y sus compañeros den con otra burbuja que se ha quedado atrapada en el pasado. Tras un breve diálogo cómico en una mesa secundaria donde cenan Phillips, Lance y Chef, pasamos a la mesa principal. Es importantísimo darse cuenta de que los niños franceses intentaban recitar a Baudelaire, el poeta más importante del simbolismo francés. Pero también puede inducir a error, la extraña y magistral secuencia que vamos a analizar no tiene nada de simbólista, como muchos erróneamente pueden pensar.
Tampoco surrealista, aunque por supuesto algo de simbolismo y de surrealismo sí tiene. Pero sobre todo se trata de una parábola que funciona gracias a una lógica absolutamente poética que nada tiene que ver con una búsqueda de significado, sino más bien con la ausencia de significado, lo que la convierte en una secuencia plena de vida y de verdad, dos palabras para las que el 99% de los directores cinematográficas no están preparados, así como para el 99% de los espectadores. Estoy convencido de que muchos encontrarán esta larga secuencia como irritante y sin sentido, y la rechazarán de plano. Y de hecho lo es, pero porque debajo de ella subyace una desengañada visión del mundo que no puede ser explícita y que tiene del simbolismo lo místico, y del surrealismo lo irracional.
No creo haber leído en ninguna parte que durante la cena asistimos a una puesta de Sol, por supuesto en off, de la que somos conscientes porque Willard, rodeado de extraños y en permanente estado de alerta e incredulidad, es el personaje más bañado por la anaranjada luz solar de todos los presentes. De hecho, a menudo tiene que taparse los ojos porque esta luz le ciega. Que cada cual saque sus conclusiones, aunque no faltarán los que quieran darle un significado en clave, para algo que una idea eminentemente poética, y que condiciona al actor de manera muy inteligente. Aparece Roxanne, que parece sentirse interesada por Willard (y él parece fascinado por la belleza de la muchacha), y pronto surge la pregunta de Willard: “¿Cuándo piensan volver?”, obteniendo por respuesta la explicación reproducida parcialmente al inicio de este capítulo.
En este diálogo a varias bandas se profundiza, nada más y nada menos, acerca del devenir de las guerras, de su explicación e hipocresía, a lo largo del siglo XX. Ahí es nada. No existe parangón en otro diálogo, o por lo menos yo no alcanzo a recordarlo, que con tanta lucidez nos hable de la lucha de poder entre Europa y Estados Unidos, y entre ellos y Asia. Lo que aparentemente no es más que una encendida conversación política, en realidad es una desesperada claudicación del ser humano como simple marioneta de los poderosos. Todo ello impregnado de la mirada que a cámara (como si mirase a Willard, pero mirándonos también a nosotros) dedica Roxanne. Está claro que entre ambos (que establecen el eje de miradas a cámara del resto de intérpretes) hay una química especial.
Es increíble la cantidad de cosas que le dice, y la energía con que se las dice, Hubert a Willard, que apenas abre la boca. Aunque hay detalles muy interesantes, como esa forma en que Willard observa reflejada en un cuchillo la cicatriz de su rostro (¿porque le observa Roxanne?) o el súbito colapso del organista. No anda muy lejos de la locura Hubert, la misma que engendró a Kilgore o Kurtz, o al propio Willard. Uno por uno los asistentes a la cena se van levantando, hasta quedar sólo Hubert, Roxanne y Willard. El Sol (no es una luz natural, sino unos pedazo de focos que imitan la luz del Sol) sigue bajando y la atmósfera se oscurece. Hubert le advierte que luchan por la mayor Nada de la historia. Y al levantarse el Sol por fin desaparece, y a quienes hayan visto el efecto que hace la luz del Sol al desaparecer les parecerá creo yo, que está hecho a la perfección.
Quedan solos por fin Roxanne y Willard. Parecían destinados a ello. Él está divorciado, ella perdió a su marido. El personaje de Roxanne es de lo mas enigmático de la carrera de Coppola. Parece ensimismada, una especie de fantasma en constante tránsito por ambos mundos. Fuman de una pipa, probablemente algo alucinógeno. Willard está petrificado, incluso cuando ella se desnuda. No les vemos hacer el amor, a través de la blanquísima mosquitera él toca su rostro, parece un espectro. De la blanca mosquitera, como en un sueño, regresamos con un bellísimo fundido a la niebla blanca y al río. ¿Ha ocurrido todo esto realmente?
Cuenta el montador, el gran Walter Murch, que cuando Coppola le llamó para hacer el Redux sintió pánico, pues la experiencia de montar esta película, durante dos años, fue durísima. Pero que a la hora de hacer este inserto, le ayudó la niebla, tal cual. Con ella empezamos y con ella acabamos este bloque, este capítulo. Y de la niebla del barco pasamos a la niebla de las ruinas francesas, y de ellas, a la blanca mosquitera, y de nuevo a la niebla. Todo un alarde de maestría en la sala de montaje. No se percibe ni un ápice de falsedad.