'Apocalypse Now', el campamento de Kurtz

Verá, con el coronel no se habla. Se le escucha. Ha expandido mi mente. Es un poeta guerrero al estilo clásico

(Hey, mac. You don’t talk to the colonel. Well, you listen to him. The man’s enlarged my mind. He’s a poet warrior in the classic sense)

- Fotógrafo de prensa

Una espesísima niebla, como el aliento de un dragón, no permite a los ocupantes de la patrullera ver más allá de su mano. Phillips quiere detenerse, y se inicia una discusión con Willard. Su frágil relación parece a punto de romperse. Al levantarse la niebla pueden ver un reguero de cadáveres por ambas orillas. De pronto se inicia una lluvia de flechas y todos se preparan para combatir. El único que se da cuenta de que son flechas de juguete es Willard. Lance, que está completamente ido desde hace muchos días, juega con ellas y simula haber sido alcanzado. Sin embargo, cosa extraña, la única arma mortífera, una lanza, atraviesa a Phillips, quien antes de morir intenta arrastrar a la muerte a Willard.

Esta extraña secuencia es el último bloque de transición antes de la llegada al campamento de Kurtz. Y los atacantes, como sospecha Willard, eran los propios hombres de Kurtz. El jefe Phillips tenía que morir para que la llegada al campamento se produjese tal como Kurtz quería. No es una muerte al azar, aunque lo parezca. A partir de ahí quedan los últimos momentos del viaje, con Willard echando al río las páginas de su dossier, Lance efectuando extraños movimientos marciales. Justo en el momento en que llegamos, Coppola tiene la genial y perturbadora idea de superponer el último plano del barco en trayecto con una estatua de piedra de múltiples rostros. Por fin han llegado.

Es muy importante constatar que en el primer momento no vemos el campamento, sino a Willard mirando el campamento. Es decir, no es el objeto lo que importa, sino el punto de vista de quien lo observa. Y aquí el punto de vista es el de Willard, desde el principio. La música es sórdida, con un persistente latido en forma de notas obsesivas, como las que oíamos a menudo en ‘El Padrino’. Como fantasmas, una horda de indígenas pintados de blanco, terminan por engullir a la patrullera sin tocarla. Es como un rito. Miles de indígenas, al servicio de Kurtz, les observan. El paisaje es dantesco. Unas esclaeras surgen del río y se internan en una jungla impregnada de una niebla amarilla y roja, enfermiza. Al fondo se ven varios templos paganos.

El aire puede cortarse con cuchillo. Y una voz surge de entre los guerreros de Kurtz, intentando tranquilizarles: “todo está bien, ha sido aprobado”. Ellos no se pueden creer que alguien hable su idioma. Chef no se fía. Por cierto que en lugar de casco lleva puesta una enorme hoja recogida de alguna parte, definitivamente las normas del ejército no pueden aplicarse ahí. El extraño personaje les recomienda encender la sirena. Y de pronto todos se asustan y salen corriendo, permitiéndoles desembarcar con mayor tranquilidad. El tipo en cuestión porta media docena de cámaras, y dice ser americano y fotógrafo de prensa. Y da la sensación de estar completamente chalado.

No es otro actor, por supuesto, que Dennis Hopper, diez años después de saltar a la fama con la fundacional ‘Easy Rider’. Proclive ya, como él mismo ha declarado, al consumo de drogas, se pasó las semanas que participó en el rodaje completamente fuera de sí. No imagino a otro actor capaz de hacer creíble un personaje tan excesivo, auténtico puente hacia la extrema locura (¿o lucidez?) de Kurtz. Él sirve de maestro de ceremonias. Hopper, en su condición de eterno rebelde americno, puede hacerlo con naturalidad. Podemos ver pintada en una pared de piedra la inscripción APOCALYPSE NOW. También cadáveres descuartizados. ¿Cómo filmar el horror? Coppola lo hace de frente.

Willard está dispuesto a llegar hasta el final, y le pide a Chef que espere en el barco y si no vuelve que pida el ataque aéreo. Quizá Willard ya ha aceptado que no puede lograr la misión…al menos solo. No llega lejos, en cuanto se adentra en el campamento los hombres de Kurtz le agarran y le reducen. En un alarde, el operador de la cámara da los mismos giros sobre sí mismo que Willard, sin perderle nunca de vista ni de foco, haciéndonos testigos de cómo le aterrorizan y le embadurnan de barro. Un movimiento que requiere una gran pericia y energía. Willard por fin va a ver a Kurtz.

Cuando Coppola se vio en la difícil tesitura de encontrar al actor idóneo para Kurtz, en el primero en quien pensó fue Brando, a quien él había rescatado siete años antes con el papel de Vito Corleone. Pero en primera instancia el legendario actor se negó. El cineasta se vio obligado a barajar toda suerte de posiblidades, hasta llamar a Pacino o Redford, actores que en un principio iban a encarnar a Willard y también se negaron. Desesperado por no conseguir a los actores que necesitaba, Coppola tiró sus Oscar por la ventana. Cuenta su hija Sofía que ella y sus dos hermanos los pegaron después, pues estaban hechos pedazos.

Finalmente Brando aceptó, pero fue una pesadilla. Llegó al rodaje con veinte kilos más de peso que la última vez que se vio con Coppola, y no se había leído ni el libro ni el guión, tal como prometió. Eso sí, recibió el millón de dólares por adelantado, como estipulaba su contrato. Personalmente creo que Brando acabó aportando muchas cosas a la película, y hoy se recuerda con gran admiración su trabajo, pero se comportó como un arrogante y un niño mimado, más aún por hacerlo con un director que, literalmente, le había salvado la carrera confiando en él para ‘El Padrino’. Pero este rodaje estaba marcado por la dificultad, y Brando fue el elemento culminante de una locura de rodaje que impregna cada secuencia de la película.

Cuando Willard entra en los aposentos de Kurtz, y dice eso de que “allí olía a muerte lenta, a pesadillas y a malaria”, realmente nosotros, pobres espectadores que quisiéramos soñar conque esos infiernos no pueden existir más que en el cine (pero, ay, existen), percibimos exactamente lo que dice. La enrarecida y angustiosa atmósfera del lugar, con una tenue luz amarillenta, y con profundas y sinuosas sombras, son, más que un lugar, un estado de ánimo. Es el último peldaño de una escalera descendente hacia la locura que comenzaba con Willard abusando de las drogas y el alcohol y observando su alma reflejada en el espejo. Por fin ha llegado a donde debía, y no muestra miedo ni duda, sino un profundo interés por el misterioso y aterrador hombre tumbado frente a él.

Y la forma de mostrar a Kurtz no puede resultar más poética en su formalización. Primero surge su voz de entre la penumbra (¿acaso no es su voz lo primero que conoció Willard de él?) y luego se incorpora ligeramente. Ambos hablan como si fueran viejos colegas veteranos. Luego llega el meollo de la cuestión: ¿por qué le han enviado? ¿qué excusa han puesto? Y poco a poco vamos viendo un poco más del rostro de Kurtz, que procede a refrescarse la cabeza (como si su mente estuviera en llamas) y cuyo cráneo rasurado recibe toda la luz. Finalmente, cuando acusa a Willard de no ser más que un recadero, su rostro queda en primer plano totalmente iluminado con una dura luz amarilla. Brando mira a cámara (a Willard, a nosotros, pues nos acusa también a nosotros, señala nuestra hipocresía).

Se ha cerrado el círculo, por tanto. La incógnita está en averiguar qué va a ocurrir ahora. Kurtz no mata inmediatamente a Willard. Tiene algún propósito. Lo descubriremos en el último capítulo de un análisis que llega a su fin.

Estudio F.F. Coppola en Blogdecine

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