Charlie don’t surf!- Lt. Colonel Kilgore
Con el grito de “¡Charlie no hace surf!”, el teniente coronel Kilgore da por zanjada la cuestión, y decide ir con todo a la aldea dominada por los vietcong en el delta del río que lleva hasta Kurtz, comenzando así una secuencia que, si la cronometramos desde que van todos hacia los helicópteros (en un precioso plano a contraluz, con el cielo blanco de nubes), dura catorce minutos, y dieciocho en la versión Redux, y que por supuesto es una de las secuencias más famosas de todo el cine norteamericano, aunque a diferencia de otras que quizá sólo lo son por detalles superficiales, esta es un prodigio de realización que exige un gran esfuerzo para analizarla.
Pero vamos a ello. Una preciosa mañana del sudeste asiático es testigo de cómo una panda de locos de uniforme alzan el vuelo mientras un corneta toca el famoso himno del séptimo de caballería norteamericano. Coppola rinde homenaje así a uno de los mitos del western, aunque al mismo tiempo lo pone en cuestión, dándole un toque de locura. Observamos, además, un empleo soberano del objetivo gran angular, con ese encuadre impresionante que deja al corneta en la esquina inferior derecha del cuadro, y al fondo, muy lejos, media docena de helicópteros, que, si uno tiene memoria cinéfila, recuerdan poderosamente a las arpías de ‘El mago de Oz’, uno de los fetiches de Coppola, sobre todo en el siguiente plano, donde se elvan sobre una masa de árboles.
De este modo, con un encadenado, Coppola funde western y fantasía, reforzado todo con una música que parece, de momento, cualquier cosa menos bélica. La música compuesta por Carmine Coppola, el padre del director, y el propio Francis, es un elemento poco estudiado respecto a su aportación vital a la película. Aquí adquiere caracteres hipnóticos, mezclándose además con el obsesivo tema sonoro del sonido de la hélice del helicóptero. En los momentos previos al ataque, la elección del director es la de la calma antes de la tempestad. Un vuelo plácido, que parece transportar a Willard desde la normalidad de la fiesta en la playa hasta otro mundo de locura y destrucción. Los helicópteros son como insectos que flotan entre la bruma. Es como observar un sueño.
El breve momento termina con el rostro de Willard ensimismado. Surge poco a poco la voz de Kilgore (excepcional mezcla de sonido, por cierto), que charla con Lance de surf, como no podía ser de otra manera. Pero enseguida lo dejan porque se acercan a la base enemiga. Y ponen la música de Wagner porque Kilgore tiene la convicción de que desquicia a los enemigos (?). Ahora puede parecer una locura aceptable, pero imaginemos cómo se quedaron los norteamericanos hace treinta años cuando vieron esto. Kilgore lo llama la guerra psicológica.
Esta secuencia es, quizá, la más compleja y terrible de realizar en toda la carrera de Coppola. Pero da la impresión de que lo tiene todo bajo control, y eso que el ejército filipino se llevaba los helicópteros cada dos por tres y de que tenía varias unidades filmando al mismo tiempo, dentro de los helicópteros y a ras del suelo, con muchos encuadres fabulosos. Un asombro que hoy no ha sido superado por ningún director asiduo al 3D. Los primeros compases de la música de Wagner tienen como protagonistas a los rostros de los soldados, ya no tan sonrientes después de los momentos playeros, asumiendo el peligro que están a punto de correr. Varios planos descriptivos de la formación de los helicópteros, de derecha a izquierda y de izquierda a derecha. Y de pronto la música se corta, hemos pasado a la tranquilidad de la aldea vietnamita.
No imagino mejor forma que este corte brusco de sonido de explicar las diferencias entre ambas culturas y de aumentar más, si cabe, la tensión del espectador ante la inminente masacre. Por si esto fuera poco, Coppola tiene la perversa idea de mostrar la salida de unos niños del colegio, que son evacuados enseguida por los vietcong. La guerra no es ninguna broma, y no ofrece cuartel ni a los niños. En el último momento, ya oímos en la lejanía el tronar de las notas de Wagner, con el vello erizado quizá. Un largo plano en gran angular muestra a lo lejos a los helicópteros a punto de rebasar la playa. Es un plano que podría ser un subjetivo de algún vietcong que les viera llegar. Coppola juega a menudo con estos falsos subjetivos, sin dejar claro si lo son o no. Pero también demuestra una gran energía en el montaje, porque el plano siguiente, a corte, es sobre los helicópteros, presumiblemente con la cámara en otro helicóptero, y el siguiente los enemigos corriendo por el puente tomando posiciones. Y no es ninguna casualidad que el salto del puente al suelo de uno de ellos vaya al son de la música. Hay que fijarse, pero está hecho a propósito, sin duda.
Del mismo modo, los sucesivos cortes de planos de helicópteros, desde dentro y desde fuera de ellos, coinciden con los golpes de voz de la soprano que canta el tema wagneriano, y el lanzamiento de las primeras bombas con el clímax y el tema principal. Esto es una ópera del horror. Un plano subjetivo (este sí) describe las explosiones en la playa, que corta a otro plano desde la misma playa. La complejidad de este corte es, para el que sepa cómo funciona esto, casi indescriptible. Las tropas estadounidenses se dedican, en esta primera etapa del ataque, a machacar al enemigo desde el aire, diezmandoles con una táctica tan antigua como cobarde. Ahora bien, una vez se inicia la segunda parte del combate, con los helicópteros tomando tierra y los soldado desplegándose en la aldea, comienzan a sufrir las primeras bajas.
Una tremenda explosión mutila a un soldado norteamericano. De pronto, Coppola toma la decisión de tomar este momento con un plano muy extraño, que una vez más (de muchas) se percibe su talento para el horror. Un plano cámara en mano que recorre el cuerpo del herido (que grita como un poseso, con la pierna destrozada) y que simula una toma televisiva de cualquier guerra de las últimas décadas. Duele ver ese plano, que además vira con destreza hacia dos vietnamitas que observan el espanto, y lloran y rezan. Ahora bien, cuando un helicóptero de rescate viene a sacar a los heridos, una asiática de aspecto inocente introduce un sombrero-bomba, y el helicóptero vuela en pedazos con los heridos dentro. Esto es la guerra, excepto para Kilgore, para quien es un juego. Incluso se permite un “jodidos salvajes”. Es decir, acuden de buena mañana a una aldea remota y masacran el lugar a bombazos, pero los salvajes son siempre el enemigo.
Esta forma de pensar es muy descriptiva del punto de vista norteamericano y anglosajón en general: por muy crueles y salvajes que sean ellos, los bárbaros son los demás. No vacilan en coser a balazos a la chiquilla desde un helicóptero. Y lo más terrible de todo es que en mitad de la masacre y la vorágine, Kilgore anda más pendiente de las olas, alucinando con un rompiente que las divide en dos. Porque Kilgore es invulnerable. El oficial norteamericano chiflado que no le tiene miedo a nada. Estallan las bombas a su lado y ni se inmuta. Willard finalmente protesta airadamente cuando, sin poder creer lo que ve, le pide a Kilgore que deje de obligar a los chavales a surfear en medio de una batalla. ¿Qué responde a esto Kilgore?, que a él le sobran huevos para surfear allí. Sorprende, por tanto, que algunos sectores tilden a este relato de belicista o pro-norteamericano, cuando deja a los altos mandos como tiranos surferos.
Con el mítico discurso de “me gusta el olor del napalm por la mañana”, concluía esta secuencia en su versión para salas, aunque en la Redux la secuencia dura un poco más, con el momento en que Willard, en venganza por toda la locura sufrida, le roba la tabla de surf a Kilgore. Estoy convencido de que muchos altos oficiales norteamericanos, esos soberbios poderosos que arrasan sin escrúpulos cualquier punto del globo, sienten enardecer su espíritu viendo el discurso de Kilgore. Coppola, como es su estilo, acerca suavemente la cámara en un lento travelling mientras Duvall habla. Pero este momento es la constatación de la insensatez y la desmedida ambición militar norteamericana. Y de su derrota moral, en el desprecio por el enemigo y por su cultura.
Es interesante que Coppola no introdujera este breve pasaje en la versión primera, porque ofrece nuevos matices en la personalidad de Willard, que es quien decide robar la tabla, ganándose, siquiera brevemente, el respeto de sus desconocidos compañeros de patrullera. Como en el resto de secuencias añadidas en el Redux, uno no tiene la sensación de asistir a un pegote innecesario, sino que parece abrir los ojos a zonas anteriormente ocultas, ahora recuperadas con total naturalidad.
Si Kurtz es un loco al que asesinar por el bien del ejército norteamericano, desde luego Kilgore no anda lejos de esa locura. Coppola subraya el absurdo de la misión de Willard, su hipocresía, su mentira. Después de esta grandiosa secuencia, ¿qué puede deparar este relato? ¿Qué puede dar de sí?
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