En 1983 hubo doble ración de James Bond. A principios llegó una nueva entrega de la etapa Moore —a juicio de quien esto firma el peor Bond de la historia—, curiosamente una de las más salvables, por decirlo suavemente, ‘Octopussy’ (id, John Glen, 1983). A finales llegó ‘Nunca digas nunca jamás’ (‘Never Say Never Again’, Irvin Kershner, 1983), proyecto que se había levantado por el interés de Kevin McClory, que conservaba los derechos desde los años sesenta de la novela ‘Thunderball’, y el propio Sean Connery, que tras el estreno de ‘Diamantes para la eternidad’ (‘Diamonds Are Forever’, Guy Hamilton, 1971) declaró que nunca jamás volvería a ser Bond. De ahí el título.
La batalla legal por los derechos, que fue sonada, provocó que el presente film —en realidad, un remake de ‘Operación Trueno’ (‘Thunderball’, Terence Young, 1965)— se realizase fuera de la “oficialidad” de la saga. Tontería donde las haya ya que hablamos de un film Bond puro y duro, con todos los elementos de la serie, con el mejor actor posible para el personaje, y también con cierta mirada nostálgica y casi autoparódica, que marcaría cierta diferencia, necesaria. Irvin Kershner, elegido por el propio actor, fue capaz de superar, en algunas cosas, el trabajo realizado por Young años antes. Otras no.
El argumento apenas varía del de la película de 1965. Evidentemente todo está adaptado a la década de los ochenta, esa década que tan vieja se quedaría incluso antes de concluir, y aunque respeta por completo el universo Bond —al fin y al cabo hablamos de McClory, que junto a Ian Fleming y Jack Wittingham, es autor de la historia—, los cambios, breves, realizados, aportan un poco de aire fresco a una saga que con Moore como rostro, daba evidentes muestras de cansancio. Kershner también fue capaz de introducir, o dejarse influenciar, por el mejor cine mainstream que en aquellos años se realizaba, y que él mismo había ayudado a consolidar con ‘El imperio contraataca’ (‘The Empire Strikes Back, 1980).
En ‘Nunca digas nunca jamás’ no tenemos los habituales títulos de crédito de Maurice Binder. Los aquí mostrados son sencillamente horrorosos, y sumados a la penosa canción del mismo título —con un muy decepcionante Michel Legrand en la composición— que la película, hacen pensar que nos vamos a encontrar con un mal film. La típica secuencia inicial, en la que solemos ver a Bond concluyendo una de sus misiones, es aquí un mero entrenamiento para ver en qué estado físico se encuentra 007. Un pequeño chiste hacia la edad de Connery, que sí, está maduro, pero sigue poseyendo innegable elegancia y capacidad de seducción. Mayor estaba Moore, que tiene tres años más que el actor escocés, y aún intervino en una entrega más en la saga “oficial”, para desgracia del respetable.
Algunos de los personajes sufren evidentes cambios. Edward Fox es un “M” imposible, más preocupado por asuntos políticos que por la seguridad de sus agentes. Moneypenny está más enamorada que nunca —atención a la forma que tiene Kershener de mostrarla por primera vez, en un plano en el que ella destaca sobre Bond—, y a “Q” le han puesto nombre. Así pues, leves diferencias con respecto a la saga “oficial”, a modo de burla, y también como ejercicio de reinvención. Como ese Bond, obligado por su jefe, a asistir a una clínica en la que se recuperará de los agentes tóxicos de su cuerpo, adquiridos por los vicios preferidos de James. Tramo en el que la película es torpe —la transición de secuencias—, y carente de interés, debido quizá a una alocada, para lo que es una película Bond, presentación de personajes.
Entre la parodia y la seriedad
Pero hay una escena que creo supone todo un punto de inflexión en el film. Me refiero a la extraordinaria secuencia del baile de un tango entre Connery y una aún no conocida Kim Basinger —quien no conocía absolutamente nada de las películas del famoso agente—. De maravillosa y concisa planificación, la secuencia supone un punto y aparte en una película que, a partir de ese instante, se vuelve frenética y emocionante, superando con creces a lo visto en el 65 que, entre otras cosas, abusaba de las secuencias submarinas. Para ello, Kershner, nos ofrece varias set pieces deslumbrantes, a partir de ese alegórico tango.
Una persecución en moto, filmada de forma muy enérgica, precede al clímax, largo y bien medido en tempo, del film. Mezcla de secuencias submarinas —esta vez con más pulso, filmadas por el mismo Ricou Browning— con un enfrentamiento sobre tierra, en el interior de una especie de templo, que hereda ciertas formas de la saga Indiana Jones —recordemos, un personaje surgido a partir del universo Bond—; no en vano, el director de fotografía es Douglas Slocombe —aún vivo, con 102 años de edad—, el mismo que utilizó Spielberg para las tres primeras aventuras del arqueólogo. ‘Nunca digas nunca jamás’ no sólo homenajea/parodia al propio personaje en sí, sino que devuelve el saludo a sus imitadores más aventajados.
Connery se rodeó de las bellezas de Basinger y Barbara Carrera, en un personaje demasiado excesivo, perdiendo en comparación con las bellezas de los años sesenta. Para los villanos de turno, Max Von Sydow, controlando sus tics como alma máter de la organización Spectre, y un Klaus Maria Brandauer que no escatima en gestos histriónicos. Atención al muy interesante enfrentamiento entre Bond y Largo en una especie de videojuego —Bond poniéndose al día— con descargas eléctricas como castigo por perder. Los gestos de Brandauer sobrepasan lo soportable.
‘Nunca digas nunca jamás’ fue un éxito, aunque por debajo de lo esperado, y menos que ‘Octopussy’. Superior a ésta, demuestra que Connery es, de momento, el actor que mejor trató al personaje, el único que aun tomándoselo en serio, poseía el humor necesario para reírse de él. Y una seguridad abrumadora. Ese guiño final al espectador es toda una declaración de intenciones, a la par que agradecimiento.
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