Jim Mickle es uno de esos directores desconocidos dentro del actual panorama estadounidense, y más concretamente en el género fantástico y/o de terror. Recientemente se ha proyectado en el Festival de Sitges su última y alabada obra, ‘Cold in July’ (2014), y antes de ella pasaron sus otras tres películas, incluida su ópera prima, ‘Mulberry St’ (id, 2006). Hablamos de una muy curiosa variante sobre el tema de los zombies, de ínfimo presupuesto solventado con inteligencia y buen hacer, a pesar de una cámara más temblorosa de lo necesario.
Gracias a que Danny Boyle cambió la percepción que teníamos hasta entonces de los zombies, ahora hay toda una epidemia, nunca mejor dicho, sobre zombies infectados que corren a la velocidad del rayo persiguiendo a sus pobres víctimas para que les sirvan como exquisito plato a devorar. En ‘Mulberry St’ el foco de infección es la nota que diferencia esta película de las demás, ya que el zombie resultante es más bien una persona con apariencia de rata, adoptando las cualidades de tan peculiar animal, capaz de sobrevivir a cualquier tipo de desastre natural o humano.
‘Mulberry St’ ya pone sobre la mesa algunas de las características que marcarían estilo dentro de la filmografía de su director. Ambientes claustrofóbicos, fotografía oscura, ambientes de tintes apocalípticos, personajes ambivalentes, y a ratos una denuncia social, y también una hiriente reflexión sobre la unidad familiar. Como en todas las películas de Mickle, en el guión colabora Nick Damici, que también suele reservarse uno de los personajes centrales —el de ‘Vampiros del hampa’ (‘Stake Land’, 2010) es inolvidable—, aquí un ex boxeador a punto de reencontrarse con su hija, que combatió en Afganistán.
Directa al grano
Precisamente ese ambiente malsano ya queda retratado cuando Mickle se para en su descripción de la calle del título, mostrando así un Manhattan alejado del lujo y sus tiendas para millonarios. Es demoledor el plano fugaz, ya avanzada la película con todo el caos montado, de una pancarta publicitaria política en la que se lee la frase: “el barrio está cambiando”. Un futuro nada esperanzador dada la plaga que se extiende a marchas forzadas por toda la isla. Mickle se para a veces a enfocar las calles desoladas para que nos demos cuenta de la gravedad de la situación. La acción central tiene lugar alrededor del edificio donde viven los personajes.
Un edificio en el que una rata morderá al portero del mismo, y que además se encarga de arreglar todos los imperfectos del inmueble. A partir de ahí la cosa se vuelve muy frenética, con un ritmo muy bien marcado, y algunas secuencia de tensión/acción muy conseguidas, como aquellas en las que los infectados adquieren las propiedades de las ratas y pueden escarbar y moverse por espacios muy estrechos, como el espacio entre tabiques. Momentos inspirados que sólo flaquean por esa citada cámara temblorosa, sin duda utilizada para provocar intranquilidad, pero excesiva a todas luces.
También podemos achacarle cierto esquematismo en el dibujo de personajes —con especial mención para el adolescente de los flashes de foto, bastante mal interpretado por Javier Picayo—, pero Mickle sabe de sobra que lo que importa es la acción/drama en sí, y ésta, salvo raras excepciones, funciona de sobra en una película en la que no se acaban los tonos grises de la fotografía ni cuando es un nuevo día, el amanecer que trae consigo otro peligro, el del propio ser humano siendo un peligro mucho mayor que el de los infectados.
Una película muy entretenida.
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