‘La comedia de los terrores’ (‘The Comedy of Terrors’, Jacques Tourneur, 1963) es la película más insólita de su director. Quizá una de las más insólitas de cuantas se han realizado, una apuesta realmente difícil y atrevida en intenciones, primero por suponer la única comedia de Tourneur, llena de un humor negro tan hiriente como desternillante, y segundo por poner patas arriba todo lo que la AIP había realizado en su exitoso ciclo de adaptaciones sobre Edgar Allan Poe a cargo de Roger Corman.
Para tan increíble hazaña –la película puede considerarse como tal− se echó mano del mismo equipo de producción y técnicos que muchas de las películas dirigidas por Corman, se llamó a Richard Matheson para que diese rienda suelta a su inspiración, y tras las cámaras a alguien tan elegante, y perfecto creador de atmósferas, como Jacques Tourneur, nombre clave en la historia del fantastique, western y Film Noir, alejándose de lleno de los géneros que le habían dado prestigio. Un triple salto mortal, nunca mejor dicho, sin red, del que todos salen mucho más que airosos.
‘La comedia de los terrores’ fue recibida con desconcierto en el año de su estreno, un film muy adelantado a su tiempo, con senderos argumentales que hoy día serían demasiado atrevidos para muchos. Puede considerarse toda ella como una gran broma, llena de sarcasmo, en la que Matheson y Tourneur se mofan de la muerte, eterna compañera, hasta límites impensables, realizando variaciones no sólo sobre los elementos típicos del citado ciclo, sino echando mano de apuntes shakesperianos de lo más lógicos al ser el autor inglés alguien “encadenado” literariamente a la dama de negro.
Un cuarteto sin igual
El argumento de ‘La comedia de los terrores’ –hasta el título deja bien claro la intención del film− narra las vicisitudes de una empresa funeraria comandada por Waldo Trumbull (Vincent Price), que no duda en utilizar artimañas de lo más rastreras para continuar con su negocio en pie –primer detalle genial de guion, una funeraria que no tiene clientes−, como utilizar el mismo ataúd siempre, o conseguir clientes de la forma más vil posible: asesinándolos para más tarde ofrecer los servicios de entierro. Tan delirante premisa tiene a cuatro monstruos, nunca mejor dicho, como intérpretes de la misma.
Vincent Price, Peter Lorre, Boris Karloff y Basil Rathbone –que terminó haciendo el papel para el que Karloff fue contratado− son el excelente cuarteto que reina en una función que vierte más mala leche que muchas películas juntas. Los dos primeros como compinches en sus horrendos actos, con Félix (Lorre), terriblemente influenciado por la aberrante inhumanidad de Trumbull (Price); el tercero como suegro de Trumbull y orador en los entierros, afectado de forma peligrosa por su sordera en otro detalle genial de guion; y el cuarto como el casero de los restantes, víctima de sus maquiavélicos planes, no sólo para evitar pagar el alquiler, sino para ganar más dinero.
El festival que ofrece Price es comparable al efectuado ese mismo año en ‘El palacio de los espíritus’ (‘The Haunted Palace’, Roger Corman), pero caminando por la senda de la comedia pura y dura. E ironía, muchísima ironía. Es un placer escuchar todos y cada uno de los malvados diálogos que Price suelta por su boca sin perder la elegancia, despreciando a todo cuanto está a su alrededor, lo mismo que su actitud antes de cometer crímenes, por el bien de su empresa. Se adueña por completo de la película, la cual deja que el resto del reparto tenga su momento de lucimiento.
Peter Lorre acompaña a Price, como el contrapunto perfecto, protagonizando ambos instantes que recuerdan el slapstick puro y duro –ojo, en un film que se anticipaba al nuevo tratamiento de comedia de los años sesenta, léase Blake Edwards−. Boris Karloff recita un impresionante discurso en uno de los velatorios, a modo de farsa sobre un hecho en apariencia triste; y Basil Rathbone despliega toda su experiencia en divertidísimas secuencias con ecos a Shakespeare, para terminar de rematar el tono teatral que el film posee intencionadamente en determinados instantes. Pero Tourneur va incluso más allá.
Burlarse de la muerte
Rathbone da vida al personaje que probablemente ha muerto más veces en una película –los ecos de la catalepsia de Ray Milland son claros−; Tourneur alarga dicho detalle hasta lo indecible, estirando un gag lleno de genialidad interpretativa, con Rathbone dejando volar sus aptitudes teatrales. Brillantes soliloquios sobre la brevedad de la vida mientras se resiste a morir ante la mirada incrédula de Price, y con todo amante del dramaturgo inglés gozándolo. El homenaje servido con humor, porque quizá la única forma de enfrentarse realmente a la muerte sea con una sonrisa.
Siendo una producción de la AIP que pretendía hacer algo parecido al ciclo Corman/Poe, Tourneur se aparta de ellas, no demasiado, cuidando la puesta en escena de forma envidiable, realzando la fotografía del habitual Floyd Crosby, y evocando instantes de su propio cine. Así pues, en un film de tono cómico algunos de los instantes finales, antes de que la comedia vuelva a adueñarse de la función, el gusto por lo desconocido, por lo oculto tras las sombras, siempre amenazantes, recuerda a ‘La noche del demonio’ (‘Night of the Demon’, 1957) –Price buscando a alguien en su casa− o incluso ‘La mujer pantera’ (‘Cat People’, 1942) –los títulos de crédito finales con un gatuno testigo silencioso−.
Un broche final que alude al poder caprichoso de la muerte, la cual acoge en su manto a quien quiere, sin importar el momento, ni la edad, ni su merecimiento. ‘La comedia de los terrores’ es casi una opereta –también supone uno de los trabajos más inspirados de Les Baxter−, un vodevil lleno de ingenio, con entradas y salidas triunfantes de sus personajes, aferrados a la vida, abrazando la muerte, y con un personaje central antológico cuyo destino final es una de las mayores ironías jamás vistas en una pantalla.
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