John Sturges fue conocido sobre todo por sus westerns de los años 50 y 60, entre los que destaco 'Duelo de titanes' ('Gunfight at the O.K. Corral', 1957) y 'El último tren de Gun Hill' ('Last Train From Gun Hill', 1959), y su nombre pasará a la historia por haber dirigido dos de las películas más populares que existen, 'Los siete magníficos' ('The Magnificent Seven', 1960) y 'La gran evasión' ('The Great Escape', 1963). Antes de hacerse cargo de películas caras y en glorioso cinemascope, Sturges tuvo una primera etapa de películas pequeñas en lo que respecta a presupuesto, y trabajando para la Metro Goldwyn Mayer realizó algunas películas policíacas como la que nos ocupa, 'La calle del misterio' ('Mystery Street', 1950). Hay en ella numerosos elementos para considerarla una de sus mejores obras, casi a la altura de 'Conspiración de silencio' ('Bad Day at Black Rock, 1955), para el que firma la obra maestra de Sturges.
La película, un puro Film Noir, es una de las películas menos conocidas no sólo de su director, sino también del género. Resulta cuando menos curioso encontrando en ella algunos de los mejores nombres artísticos en cuanto a montaje, fotografía y dirección artística. Los míticos nombres de Ferris Webster, montador clásico que también lo fue de Clint Eastwood durante diez años, el gran John Alton y el único Cedric Gibbons, ganador de once Oscars, forman la columna vertebral de una película cuasi perfecta. Un thriller de ritmo endiablado que vertía información sobre las técnicas de investigación a partir de un cadáver, como si se tratase de un temprano C.S.I., y en el que no faltan claras influencias hitchcockianas a las que se les puede dar la vuelta, pues cierto título del maestro del suspense, posterior a éste, guarda algunas similitudes de lo más llamativas.
(From here to the end, Spoilers) 'La calle del misterio' recuerda en su inicio a 'Psicosis' ('Psycho', Alfred Hitchcock, 1960), no por el tema, sino porque cuando ya nos hemos familiarizado con un personaje femenino, que se supone el protagonista, éste es sacado de la narración con un asesinato, sobre el cual se investigará durante todo el metraje hasta dar con el asesino y las razones. El maestro del suspense navega a modo de premonición no sólo por ese detalle —que dicho sea de paso, también se realiza en cierta película de Sean S. Cunningham de forma muy bochornosa—, sino por algunos más, como la ocultación del coche de la víctima en un río, y que de nuevo nos lleva al famoso título citado. Pero también la figura del falso culpable que en 'La calle del misterio' tendrá todas las pruebas en su contra, detalle llevado hasta el paroxismo en un virtuoso juego de coincidencias.
Ricardo Montalbán, que nunca ha sido un gran actor, ni siquiera bueno, ofrece un muy particular detective de policía obstinado como pocos en conocer la verdad de lo qué ha pasado, y sobre todo demasiado literal en cuanto a las reglas y las pruebas circunstanciales. El espectador sabe desde el inicio que el culpable no es el pobre muchacho al que le cargan el muerto aunque fue una de las últimas personas en estar con la víctima poco antes de su muerte, pero también es testigo de todos los hechos y comprende la seguridad del detective en creer a su detenido como el autor del crimen. Sólo la avaricia de un personaje al que da vida Elsa Lanchester provocará una sucesión de acontecimientos que harán que el verdadero asesino se ponga en evidencia. Son varias las secuencias en las que lo que Hitchcock definía como suspense —"algo que conoce el espectador y desconoce el personaje"— se muestra a la perfección con el plus de un crescendo dramático que ayuda a ese suspense.
'La calle del misterio' parece por momentos una oda al trabajo policial por cuanto el trabajo de investigación está minuciosamente retratado. Es muy llamativo el hecho de visionar esta película hoy día, con la cantidad de adelantos que hay al respecto del ADN y presenciar, con sentido de la perspectiva, cómo se las ingeniaban en aquellos años para descubrir la identidad de unos huesos humanos. La película muestra varias conversaciones llenas de datos entre el policía y un doctor —Bruce Bennett, actor que llegó a vivir 100 años—, filmadas con un enorme dinamismo y que no entorpecen el fluir de una historia que pone sobre la mesa el eterno debate entre la culpabilidad y la inocencia, y la fina línea que separa a ambas, demostrando que un sencillo hombre, temeroso por haberle sido infiel a su mujer, puede acabar condenado a muerte por un crimen que no ha cometido. También expresa de forma muy convincente que el mal sólo genera mal a través del irónico destino que sufre el personaje de Lanchester.
Al excelente trabajo de todos los actores, donde destacan Montalbán, Lanchester, y también el olvidado Edmond Ryan, que da vida al verdadero culpable, hay que sumar la vitalidad de Sturges en la dirección, filmando secuencias tan prodigiosas como la persecución final, en exteriores, de varios personajes entre varios trenes, de un ritmo vertiginoso, como el del resto de la película en cuyo guión, escrito por Richard Brooks el mismo año que debutaba en la dirección y venía de aportar su pluma en varios clásicos del Film Noir, no falta la inclusión de elementos físicos importantes para el transcurso de la investigación e invisibles para ciertos personajes. Un teléfono bajo las escaleras y el resguardo de una maleta se convierten en personajes secundarios en este enérgico y vibrante thriller como alegoría a la necesidad de fijarse profundamente en las cosas para dar con la verdad.
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