La fotografía de arriba pertenece a uno de las mejores secuencias jamás filmadas por Steven Spielberg, en una época en la que muchos se resistían aún a aceptar la genialidad de un director que durante mucho tiempo ha dado de comer a medio Hollywood. ‘El imperio del sol’ (‘Empire of the Sun’, 1987) fue nominada por la Academia de Hollywood a seis Oscars de carácter técnico, repitiéndose el desprecio que el Rey Midas había sufrido dos años antes cuando ‘El color púrpura’ (‘The Color Purple’, 1985) batió un curioso récord al ser nominada a once Oscars, entre los cuales no se encontraba el de mejor dirección. Spielberg venía de realizar maravillas como ‘Tiburón’ (‘Jaws’, 1975) o ‘En busca del arca perdida’ (‘Raiders of the Lost Ark’, 1981), un tipo de películas que incomprensiblemente no pueden gozar de premios importantes, aunque en el fondo cualquier tipo de premio en Cine es totalmente secundario, al menos para mí, que lo único que me importa es la calidad del film en sí.
En cualquier caso, era el tiempo en el que a Spielberg se le rechazaba prácticamente de antemano cuando se ponía a dirigir películas más serias, por así decirlo. Pero hablamos de alguien que muchas veces ha convertido todo lo que tocaba en oro, y su ambición le llevó a comprar los derechos de la novela autobiográfica de J.G Ballard de idéntico título. La intención del director era simplemente la de producir el film, ofreciéndole el trabajo de dirección a nada más y nada menos que David Lean, uno de los realizadores preferidos de Spielberg, pero el mítico realizador rechazó la oferta, así que Spielberg decidió dirigir el film él mismo, no olvidándose por supuesto de homenajear en el camino al director de ‘Lawrence de Arabia’ (‘Lawrence de Arabia’, 1962), desde luego un director muy apropiado para semejante proyecto. Al igual que el propio Spielberg, quien firmó uno de sus mejores trabajos.
La historia real acaecida en el Shangai de la Segunda Guerra Mundial sirve a Spielberg para realizar otro de sus relatos sobre la niñez, y lo duro que a veces puede resultar ser un niño. La odisea de Jim Graham al separarse de sus padres durante la ocupación japonesa en la ciudad le llevará a pasar el resto de la contienda en un campo de concentración en el que madurará a marchas forzadas, encontrándose con todo tipo de personas mientras espera reunirse con sus padres algún día. Jim siente una gran fascinación por los aviones de combate, y dicha pasión le llevará a experimentar lo mejor y lo peor de los seres humanos en tiempos difíciles. Con esta película Spielberg descubrió al hoy mundialmente famoso Christian Bale, que a punto estuvo de retirarse del cine después de tener que promocionar la película por todo el mundo, trabajo que le cansó profundamente, por decirlo suavemente.
‘El imperio del sol’ da comienzo de forma muy descriptiva, mostrando el modo de vida de la familia Graham en Shangai, unos ricachones que viven a sus anchas en una de las múltiples mansiones que ocupan la ciudad en la parte rica de la misma. La sombra de Lean planea sobre esa parte, en la que la contención y el manejo de masas —es una de las películas en las que se emplearon un mayor número de extras, y los resultados son impresionantes aún a día de hoy, que estamos acostumbrados a ver masas de gente reproducidas digitalmente— pueblan la mayor parte del relato. Más tarde, durante la estancia en el campo de concentración, aparece el Spielberg genuino, aunque el recuerdo de ‘El puente sobre el rio Kwai’ (‘The River on the River Kwai’, David Lean, 1957) pueda pesar lo suyo. En cualquier caso, y aunque con el contexto de la guerra, Lean y Spielberg hablan de cosas distintas en sus películas.
Spielberg nos habla sobre la infancia rota en tiempo difíciles. Para ello nos presenta a un Jim que enseguida cae mal al espectador. Se trata de un niño caprichoso, con buena educación pero demasiado acostumbrado a nadar en la abundancia y conseguir todo aquello que quiera. Poco a poco, y mientras descubre lo dura que puede ser la vida, irá cambiando, construyendo un universo particular, único e intransferible. El destello de la bomba atómica —un hecho real que no experimentó el propio Ballard, pero sí amigos suyos— será tomado como un alma que sube al cielo, una interpretación lógica en un niño, que a pasos agigantados irá desvinculándose del mundo real, olvidando lo que era su vida. Sólo un muy inteligente detalle de guión —obra del prestigioso Tom Stoppard— mantiene conectado a Jim con la realidad pasada, con sus orígenes, el chocolate. Será ese dulce, tan del gusto de todos, el que aparezca en la narración como un extraña herramienta que lleva a Jim un paso más en su madurez.
Christian Bale y John Malkovich son los reyes de la función, interpretativamente hablando, uno por juguetear todo el tiempo con el exceso, algo que siguió haciendo en años posteriores en algunas de sus más celebradas interpretaciones; el otro por precisamente lo contrario, controlar en todo momento un trabajo de contención notable, y más aún viniendo de un actor en el que la palabra histrionismo es la constante. La relación de ambos personajes será vital para uno de ellos, Jim, que comprenderá que cuando peor están las cosas, lo mejor de la gente sale a flote, pero también lo peor. “Me enseñaste a que la gente es capaz de todo por una patata” es la frase de diálogo que funciona como punto de inflexión en cierto momento del relato, cuando desaparece toda la aureola que rodea al personaje de Malkovich y le descubre como lo que es.
Una vez más, Spielberg se desvela como un perfecto narrador en imágenes, algo mucho más difícil de lo que parece a simple vista. También como un gran director de actores infantiles, abundantes en su extensa filmografía. Bale está fantástico como Jim, un niño que, al igual que otros personajes en películas de Spielberg, encontrará los verdaderos valores de la vida, pero no gracias a un extraterrestre venido del espacio, o acompañando al mejor arqueólogo en la más grande las aventuras, sino valiéndose por sí mismo en un contexto demasiado aterrador y nada fantasioso. La escena que cito al inicio de este texto es clave para entender todo el film, aquella que da sentido a todo lo visto anteriormente, porque una buena escena no lo es por sí sola. Durante la aventura realista de goonie que vive Jim, somos testigos del arduo trabajo del mismo para sobrevivir a la segura muerte. ¿El precio? Olvidar el rostro de sus padres, y cuando éstos finalmente le encuentran acabada la guerra, Jim al fin puede cerrar sus ojos. Unos ojos en los que se ve reflejado el cansancio extremo, la pérdida de la inocencia, todo el dolor acumulado.
No es un final feliz. Esos ojos son como un grito silencioso —el del corazón— en el que la parte más importante del crecimiento de un ser humano ha quedado despojada, arrebatada de su ciclo vital —esa maleta llena de pertenencias flotando en el mar no puede ser más descriptiva—. Un dolor que acompañará a Jim el resto de sus días.
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