Que Juan José Campanella es uno de los mejores narradores cinematográficos de la actualidad es algo que creo muy evidente. Hace poco estrenaba entre nosotros su primera película de animación, la divertida y emotiva ‘Futbolín’ (‘Metegol’, 2013), que demuestra su evolución desde que vimos su primera película estrenada entre nosotros, ‘El niño que gritó puta’ (‘The Boy Who Cried Bitch’, 1991). No fue hasta diez años después, con ‘El hijo de la novia’ (2001) cuando la fama de Campanella se disparó.
El éxito de dicha película provoca incluso que llegue a nuestras salas comerciales su film anterior, el correcto ‘El mismo añoamor, la misma lluvia’ (1999). Campanella divide su trabajo entre películas y series de televisión —los episodios de ‘House’ (id, 2004-2012) dirigidos por él logran picos muy altos de audiencia—, hasta que en el 2009 nos regala la que probablemente es su obra maestra: ‘El secreto de sus ojos’, por la que consigue un merecido Oscar.
‘El hijo de la novia’ provoca además entre nuestro público cierto interés por el cine argentino, que ya en los 90 nos había dejado films tan apreciables como ‘Tango feroz’ (1993), ‘Caballos salvajes’ (1995), ambos de Marcelo Piñeyro, o ‘El dedo en la llaga’ (Alberto Lecchi, 1996), ya una co-producción, entre otras muchas. Sin embargo, la cinta argentina que robó nuestro corazón —no creo que exista forma más tópica y acertada para definirlo— fue la historia protagonizada por Ricardo Darín encabezando un reparto en verdadero estado de gracia.
Cine con sentimiento
A poco que uno se acerque a la obra de Campanella encontrará un denominador común muy evidente: los sentimientos, sobre todo el amor, como motor fundamental de la trama. Así de simple y sencillo. ‘El hijo de la novia’ es una historia humana con personajes aún más humanos, realizada con la misma pasión sobre la que a veces lanza discursos en sus películas. Una pasión que evidentemente nace del corazón, con todo el riesgo que ello conlleva.
El peligro de una película de estas características, a mi parecer, en la que se habla del olvido, el amor fraternal, las relaciones, la amistad, el Alzheimer, etc es el de caer en la posible manipulación del espectador a través de trampas argumentales o subrayados innecesarios. Si partimos de la base que el cine en sí ya es una manipulación, el director argentino aprovecha precisamente eso sin caer en excesos ni ñoñerías de ningún tipo.
‘El hijo de la novia' enfrenta dos historias de amor separadas por el tiempo —Darín como dueño de un restaurante, con una novia mucho más joven que él, papel a cargo de Natalia Verbeke en la mejor interpretación de su carrera, y Héctor Alterio como el padre de aquel, enamorado aún de su mujer tras mucho años, ella, gloriosa Norma Aleandro, enferma de Alzheimer—, pasando sin despeinarse sobre temas como el olvido de la cosas importantes en la vida.
El paso del tiempo
El olvido y sus consecuencias están claros en el personaje de Norma Aleandro, por claros y evidentes motivos, sino reforzado con el personaje de un soberbio Eduardo Blanco, que da vida a un amigo de la niñez de Rafael (Darín) al que nadie recuerda hasta llega al instante en el que una enferma de Alzheimer es la única que le recuerda con claridad, en uno de esos instantes de lucidez que hacen creer a Nino (Alterio), aún con la ilusión de un joven enamorado e inocente, que ella de vez en cuando se da cuenta de lo que sucede.
Y lo que sucede no es que Norma sea consciente de que se casa, o que puede sentirse orgullosa del buen porvenir de su hijo, sino que reconoce a las personas que siempre ha amado, el tiempo suficiente para tener una palabra de cariño, acompañado de ese rostro tan bien definido por una actriz que traspasa literalmente la pantalla para ponerte la piel de gallina y dejarte mudo. Campanella sostiene todos esos instantes en el tiempo, con la ayuda de un pletórico Ángel Illaramendi, el momento justo, el instante preciso, como esa fotografía final que registra la alegría de Norma.
‘El hijo de la novia’ además se permite ataques a la Iglesia y su hipocresía a través de un impecable discurso de Darín —o la propia boda en sí—; no está exenta de humor, y en su narrativa se atreve con soluciones de puesta en escena tan inteligentes como la declaración a través del portero automático, o la confesión de Juan Carlos (Blanco) durante la filmación de una película. Cine dentro del cine para un personaje al que, por la contra, el recordar le trae el sufrimiento y necesita actuar (mentir) para seguir adelante.
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