‘El estrangulador de ‘Rillington Place’ (’10 Rillington Place’, Richard Fleischer, 1971) contiene una de las más grandes interpretaciones del recientemente fallecido Richard Attenborugh, en la piel del asesino y violador John Christie, que en los años 40 asesinó a varias mujeres en su residencia de Rillington Place, siendo ajusticiado en 1953 por ello. No era la primera vez que Fleischer, gran artesano con títulos inolvidables en su haber, se acerba a un material que partía de fatídicos hechos reales; concretamente era la cuarta vez y una de las más inspiradas.
‘La muchacha del trapecio verderojo’ (‘The Girl in the Red Velvet Swing’, 1955), ‘Impulso criminal’ (‘Compulsion’, 1959) y ‘El estrangulador de Boston’ (‘The Boston Strangler’, 1968) anteceden en intenciones —y resultados, sobre todo la segunda— a este claustrofóbico film con el que su director terminaba de perfilarse como uno de los cineastas más certeros a la hora de dibujar la violencia del ser humano, a través de personajes en aparente armonía con su entorno para luego revelarse realmente como psicópatas.
Terrible verismo
Los films citados ofrecían una espectacular representación de los hechos verídicos, convenientemente tratados para el universo de la pantalla grande, el cine que todo lo cambia, como creo debe ser. En ‘El estrangulador de Rillington Place’ se advierte ya al inicio del film que se utilizaron informes policiales para narrar los hechos, con rodaje en los lugares de los hechos incluido, y sobre todo intentar ofrecer la más aproximada visión del asesino en cuestión, que aquí toma el rostro de un Richard Attenborough absolutamente inspirado que logra el milagro que todo actor sueña, que veamos al personaje y no al intérprete.
Curiosamente una interpretación que va muy a tono con la puesta en escena elegida por Fleischer, quien para la ocasión reniega de todo espectáculo cinematográfico, deja a un lado el formato scope, y firma un film austero, a ratos frío, con colores muy apagados —obra y gracia del operador Denys Coop— pareciendo continuamente un estado de ánimo, aquel que refleja no sólo la soledad de unos personajes abocados al abismo y al olvido, sino de una época y un contexto social lleno de pobreza. Una cámara silenciosa, que apenas se mueve, salvo algún zoom muy bien utilizado, o tambaleante en algún instante tenso, capaz de captar una terrible realidad. El film parece por momentos un documento fílmico de lo sucedido.
Al respecto de esa realidad pobre y problemática de los años de la postguerra, ayudan el matrimonio formado por Timothy y Beryl (John Hurt y Judy Geeson), padres de una criatura, ambos embutidos en una penuria económica aumentada por la noticia de un próximo hijo en camino, detalle que será el detonador principal de la desgracia. Christie —repito, antológico y terrible Attenborugh— se aprovecha de sus conocimientos médicos para atraer a mujeres a su casa con el fin de ayudarlas en algún malestar físico, para después dormirlas, violarlas y estrangularlas. Beryl será desde el inicio una gran tentación para Christie, una imposible de resistir.
Violento fuera decampo
Sólo dos asesinatos ocupan lugar en las imágenes del film. Uno al inicio, para presentarnos sin remilgos al personaje de Attenborough, y otro a la mitad del film, el de Beryl, que alcanza momentos de suspense hitchcockiano además de un brillante uso del fuera del campo. Christie tirando de la cuerda sin que veamos a la víctima es una secuencia que juega terriblemente con nuestra imaginación, algo a lo que Flesicher da una vuelta de tuerca en el asesinato del bebé, uno de los más terroríficos sugeridos jamás en una pantalla, esta vez un fuera de campo aún más desolador.
En la parte del juicio Fleischer no desaprovecha su oportunidad de poner en tela de juicio, valga la redundancia, la efectividad de la ley, del sistema si se quiere decir así. En los films citados, los personajes intentaban de algún modo burlar ese sistema, estar por encima del mismo y del resto de la sociedad. Aquí es casi como un golpe de suerte para Christie, un ciudadano aparentemente normal, mientras que Timothy, pobre y con genio, tiene todas las de perder. La escena de la ejecución es de una frialdad y rapidez sobrecogedoras.
Esa misma precariedad social hará mella en Chrsitie, cuando no pueda mantenerse y el azar, tal vez el destino, haga que sea descubierto como el autor de los crímenes, en lo que es uno de los anticlímax más conseguidos de la historia. Fleischer cierra el film con el rostro desenfocado de Attenborugh, mientras escuchamos esa inquietante respiración, la misma que ponía música a sus horribles crímenes, como poderosa broche de oro a lo que puede considerarse un estudio sobre la violencia, tanto personal como social. Sin artificios, y también sin piedad.
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