John R. Leonetti es una especialista, palabra quizá demasiado exagerada en su caso, de secuelas o precuelas en las que se estira una idea de éxito de films previos. Mientras realizaba el trabajo fotográfico de numerosas películas y series de televisión, Leonetti extendió los universos de ‘Mortal Kombat’ (id, Paul W.S. Anderson, 1995) y de ‘El efecto mariposa’ (‘The Butterfly Effect’, Eric Bress, J. Mackye Gruber, 2004) —en una secuela que partía de una idea de John Frankenheimer—, y ahora ha acabado realizando el ejercicio cinéfilo ‘Annabelle’ (id, 2014), precuela de la excelente ‘Expediente Warren. The Conjuring’ (‘The Conjuring’, 2013).
Tomando como eje central del mal la muñeca que aparecía en el prólogo de la citada, la película sigue casi punto por punto el trabajo de James Wan, sobre todo en lo que respecta a la forma. El resultado ha sido un bombazo taquillero a nivel mundial —hablamos de una película con un coste de poco más de seis millones de dólares—, aunque no ha recibido los mismos elogios que el film de Wan —quien ya está preparando una secuela—, sino más bien todo lo contrario. Sin ser una maravilla, no creo que estemos ante un producto inservible o desechable.
La película versa sobre el origen —otro de esos ejercicios cinéfilos que abundan demasiado, la manía de querer explicar el origen de todo, excusa barata donde las haya para disfrazar el querer sacar más dinero de una fórmula de éxito— de la mencionada muñeca, vehículo de posesión demoníaca que hará los días y las noches de los protagonistas un poco más difíciles. El matrimonio formado en la ficción por Annabelle Wallis y Ward Horton, sosos hasta decir basta, están a punto de ser padres. Mal rollo. Son víctimas perfectas para cualquier tipo de demonio o ser maligno venido del averno u otra dimensión. Qué más da.
Desastroso guión salvado por la puesta en escena
‘Annabelle’ parte de una idea bastante sobada y tal vez equivocada, risible si lo pensamos bien. Si fuera la primera película al respecto de muñecas que traen al demonio dentro, tendría un pase, pero en pleno 2014, con todo el género a sus espaldas, ¿a qué guionista se le ocurre que los personajes querrán quedarse con una muñeca fea de cojones, con todos los boletos comprados para ser visitada por el mismísimo Lucifer si se tercia? Pues a un tal Gary Dauberman, de currículum olvidable. Solventado este cuestionable paso, la labor de Leonetti detrás de las cámaras resulta mucho mejor de lo esperado.
Es cierto que el director se pasa todo el rato utilizando la misma fórmula que James Wan en el film previo. La cámara es la principal protagonista en los dos primeros tercios del film, que sacando decisiones argumentales poco menos que ridículas, se mantiene cierta atmósfera y tensión, con dos o tres momentos “terroríficos” muy logrados, explotando lo que Wan hizo en el otro film: jugar con el espectador y su memoria, adecuarlo al juego, y someterle a ciertos sustos con aviso previo —el instante de la puerta es glorioso—. La utilización del gran angular ya es otro tema. Su exceso termina por dotar de cierto aspecto visual cutre al film, y de nada valen las cansinas referencias al film de terror más conocido de Roman Polanski.
Como en el film de Wan la película trata el amor materno como uno de los más grandes de los que el ser humano es capaz. El problema es que lo que en el film de Wan llegaba a emocionar, aquí parece apresurado y al tornarse relevante el personaje de Alfre Woodard, el tema llega a niveles poco serios mediante un personaje tan mal dibujado y metido a calzador. La apología sobre la maternidad se queda en un chiste malo a través de una conclusión previsible y poco satisfactoria. Pena de epílogo en la tienda de segunda mano.
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