Es difícil no dejarse llevar por la tontería casi militante que exhibe una película tan consciente de su propia caricatura y sin ninguna necesidad de trascendencia como es 'Anna'. Luc Besson, necesitado de un respiro tras el injusto descalabro de 'Valerian y la ciudad de los mil planetas', vuelve al tipo de películas que mejor sabe hacer, el de asesinas perfectas y robóticas. Pero en su búsqueda del ansiado éxito de taquilla reduce la exigencia al mínimo... lo que beneficia al resultado.
Lejos tanto del áspero ambiente noir de la estupenda 'Nikita' y de la experimentación visual y, sobre todo, temática, de la casi olvidada pero notabilísima 'Lucy', Besson cierra su trilogía de "Nombres de mujer homicida" con una película que conecta argumentalmente con la más aparatosa y sofisticada 'Gorrión rojo' (aunque se rodaron a la vez). También aquí tenemos a una asesina letal casi robótica y entrenada por los poderes soviéticos para obedecer los designios de la KGB.
En este caso, Besson nos presenta a Anna Poliatova (Sasha Luss), asesina de la KGB de noche, modelo en París de día, donde lleva a cabo distintas misiones muy estrechamente vigilada por su maestro Alex (Luke Evans) y por su superior, la veterana espía Olga (Helen Mirren). Será descubierta por la CIA y dará comienzo una enrevesada trama de mentiras, contraespionaje, juegos a dos bandos y un montón de ejecuciones y exhibición de mohínes.
Besson no se esfuerza demasiado en plantear nada nuevo en 'Anna'. De hecho, la ambientación en los años noventa, cuando estrenó 'Nikita', parece un guiño a tiempos más sencillos, donde podía resultar sorprendente que una mujer fuera tan violenta y sanguinaria como cualquier héroe de acción. Hoy, con todas las arribas citadas, algún hito más como 'Atómica' y la reformulación de la mujer en el cine de género, la voluntaria sencillez de 'Anna' roza la autoparodia.
'Anna': Soviet suprema
Es parte del juego que propone Besson que el espectador decida entre tomarse esa autoparodia como una burla descerebrada del género o, simplemente, como una propuesta de acción bienhumorada y sin demasiadas complicaciones. Pese al glorioso papelón de Helen Mirren, casi salido de 'Top Secret', Besson no parece apretar las tuercas demasiado en ningún sentido, y de su trilogía de películas sobre asesinas, 'Anna' es la más sencilla e intrascendente: carece de la seca violencia de 'Nikita' y de la ambiciosa conclusión (por no hablar de los matices que aportaba la interpretación de Scarlett Johansson) de 'Lucy'.
En ese sentido, Sasha Luss no puede competir con la ambigüedad y matices que actrices como Jennifer Lawrence o Charlize Theron daban a sus espías y asesinas de 'Gorrión rojo' o 'Atómica', pero da el tipo en una producción como esta. Es muy competente en las secuencias de acción (aunque son menos abundantes de lo deseable en una película del género) y está asombrosamente desganada en las más dramáticas, lo que sin duda va con el tema del "lavado de cerebro chic", aunque provoca que la película discurra sin sobresaltos ni demasiada emoción.
'Anna' tiene indiscutibles valores: su estructura enrevesada, llena de saltos en el tiempo en búsqueda de la sorpresa constante, es superficial y artificiosa, pero a la vez juguetona y consciente de estar ofreciendo una versión bruta de un megathriller de los noventa, sin duda la década añorada por Besson. Y añorada porque 'Anna' se ha estrenado de tapadillo y sin pases de prensa en Estados Unidos debido a las numerosas acusaciones de abuso sexual que salieron a la luz en julio de 2018.
Desde esa perspectiva, las películas de Besson, que siempre se habían leído como un canto al empoderamiento de la mujer, pueden leerse ahora también como ejemplos de objetificación femenina, y lo de pegar tiros en ropa interior más un fetiche oscuro que un guiño simpático. Finalmente, 'Anna' acaba funcionando así, sobre todo, como generadora de discusiones acerca de sus intenciones auténticas. Que tampoco está tan mal, porque en lo otro funciona y agrada, pero va justita.
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