"Y yo estoy solo. Usted lo sabe. No tengo a nadie" - Iván
Finalizados sus estudios de cine, que culminaron con el cortometraje de tesis 'El violín y la apisonadora' ('Katok i skripka', 1960), a Tarkovski le surgió de pronto la posibilidad de filmar su primer largometraje cuando Eduard Abalov fue despedido después de unas semanas de rodaje de 'La infancia de Iván' ('Ivanovo Detstvo', 1962), pues para el Mosfilm era más fácil contratar a un nuevo director, tirar a la basura el material previamente filmado, e invertir el resto del dinero en una producción más modesta. Fue una suerte, sin embargo, que a Tarkovski le llamara tanto la atención la novela corta original de Vladimir Bogomolov, 'Iván', escrito cinco años antes, y su identificación profunda con el niño protagonista. Así las cosas, se despidió a parte de los actores de la primera filmación, y se reescribió el guión con ayuda del propio Bogomolov, y con Tarkovski no acreditado. El director de fotografía Vadim Yusov, que fue quien tuvo la idea de llamar a Tarkovski, comentó mucho más tarde que desde el primer momento todos tuvieron claro que aquel joven cineasta tenía algo especial que iba a convertir el rodaje y el resultado final en algo realmente estimulante.
'La infancia de Iván' es muchas cosas dentro del cine ruso y soviético de la época, y muchas cosas más dentro del cine europeo de los años sesenta, a pesar de lo reducido de su producción y de que no estamos ante una película gigantesca como sí lo será 'Andrei Rublev' ('Andrey Rublyov', 1966). Y lo es por su fortísima singularidad narrativa, que la sitúa muy por delante de su época (Bergman declararía lo mucho que significó en su obra el visionado de esta película), y por representar el nacimiento de una mirada y un estilo muy personales, que aquí todavía se hallan en un estadio embrionario, casi rudimentario, si tenemos en cuenta la marcada evolución de Tarkovski en sus siguientes largometrajes. Pero en sí misma, su visionado es un inolvidable puñetazo en el estómago, un viaje por la locura y el horror de la guerra, aunque los combates estén en off o fuera de campo. Un poderoso debut que se erige en toda una demostración de talento, vigor y sensibilidad cinematográfica.
No es difícil imaginar el impacto que hubo de provocar 'La infancia de Iván' en el Festival de Venecia de 1962, en la que se alzó con el antes muy codiciado y prestigioso León de Oro, ex-aqueo con 'Cronaca familiare', de Valerio Zurlini. Realmente, el bélico nunca había encontrado formas tan líricas ni tan abstractas. En este complejo género, en el que la creación de espacios y ritmos, así como de atmósferas, son cuestiones capitales, Tarkovski dejó su huella como en el histórico, en la sci-fi, o en la tragedia, a pesar de que, en realidad, los géneros no le interesaban lo más mínimo. Para él, no eran más que etiquetas comerciales, y, por lo tanto, reduccionistas y ajenas al arte. Y si en futuras películas, los elementos más puros de los géneros son ignorados por el cineasta ruso, esta no es una excepción, y no veremos un solo combate ni maniobra militar. Es cierto que el pequeño presupuesto del filme no daba para más, pero es muy expresiva la elección de Tarkovski de filmar un bélico mucho más preocupado por el mundo interior de los personajes. Es muy probable, que si la hubiera filmado veinte años después, habría eliminado incluso las pequeñas partes de suspense, que por otra parte están magistralmente filmadas.
El alma de un monstruo
Los primeros minutos de 'La infancia de Iván' marcan estilísticamente, y moralmente, el resto del relato de Tarkovski. Las imágenes iniciales, con Iván en un ambiente de ensueño, casi un paraíso natural, con un sol radiante de verano, se revelarán pronto como un sueño del protagonista (uno de los cuatro de los que seremos testigos), en el que aparece la asesinada madre de Iván, y que en gran parte provienen de sueños y de los propios recuerdos de Andrei, como cuando le dijo a su madre una vez que oía a un cuco cantar. Por supuesto, el sueño terminará bruscamente, con Iván despertando en un entorno muy diferente a ese campo utópico. Incluso el rostro de Iván, siendo el mismo, es muy diferente: la luz y la vitalidad de su rostro en su sueño son sustituidas por una dureza y una melancolía expresadas por el actor Nikolay Burlyaev, que contaba con 16 años (cuatro más que su personaje) de manera admirable (una elección de casting en verdad excepcional), y el sol veraniego reemplazado por nubes y niebla constante. Iván despierta en un viejo molino derruido y se aleja en un páramo de destrucción, para terminar en un bosque inundado por la crecida del río (un bosque espeluznante, por cierto), y dejándose arrastrar por las marismas, dando paso a los créditos iniciales.
La serenidad de esos planos, su acumulación de tiempo real, pues son tomas muy largas, ya dan idea de la necesidad artística de Andrei de empaparse del flujo temporal del plano, de su atmósfera y fondo anímico, para establecer un estado muy determinado en el espectador. Así, el encuentro entre Iván y el teniente Galtsev (un jovencísimo Yevgeni Zharikov) está presentado con planos muy largos y muy elaborados, y es un bloque extenso en sí mismo, que recuerda a las formas del expresionismo alemán en su tratamiento lumínico, pero que se aleja de este por la muy moderna planificación de Tarkovski, para el que la cámara es un elemento tan vivo y tan nervioso como lo será luego en el trabajo de las últimas grandes generaciones de directores. Es decir, la cámara deja de ser una mera registradora, o una cuarta pared, para adentrarse con expresividad en el interior anímico de los personajes, para establecer su punto de vista y ser la herramienta con la acceder a sus emociones más oscuras y más primarias. Sin embargo, en esta película Tarkovski pudo llevar a cabo apenas un esbozo de futuros logros, pues todavía se hallaba bastante encorsetado en una historia demasiado ortodoxa, y no podía volar demasiado alto.
Iván es un monstruo destrozado por la guerra, un niño cuya infancia ha quedado irremediablemente perdida, devastada. Por tanto, ya no es un niño, sino un adulto en el cuerpo de un niño, que exige y requiere un trato similar al de cualquier adulto, pero que, aún así, aún conserva vestigios y rasgos propios de su edad. Por eso, el mundo de los sueños, es el verdadero mundo de Iván: en ellos, el niño-soldado es él mismo, mientras que en el mundo "real", el dolor y la destrucción le han convertido en otra cosa. Se establece una dualidad que va a estar presente en todo el cine tarkovskiano: entre el mundo interior y el exterior, convirtiendo al mundo interior en el más auténtico, y el exterior en el más falso, o por lo menos el más alejado a quienes verdaderamente somos. Tarkovski no se cansaba de repetir lo que dijo un poeta: que la verdad interior se convierte en mentira cuando la verbalizamos, o cuando se hace patente en este mundo imperfecto. Aún así, por supuesto, los artistas lo intentan. El niño Tarkovski vio cómo su padre se iba a la Segunda Guerra Mundial, de tal modo que su único pensamiento estaba en el final de la guerra y en el regreso de su padre, que volvió convertido en capitán y condecorado, pero con una pierna menos. Su conexión con Iván es muy particular: proviene de la infancia, y como un niño desprejuiciado y valiente filma esta indagación sobre la deformada alma de su héroe.
Y en esta indagación lo cierto es que hay una gran belleza fotográfica y un esmerado tratamiento del sonido. Sorprende el trabajo de un inspiradísimo Vadim Yusov, que junto con Tarkovski cuidó hasta el detalle cada plano y cada composición lumínica. Tal como un prosista mimaría cada frase o expresión, o como un músico puliría cada arpegio. Cada luz está concienzudamente justificada, y cada sombra, aparte de una profunda significación psicológica, tiene tanto peso como los propios personajes, en una densidad conceptual que acerca esta película a una pieza de cámara, que gracias al dinamismo psicológico y emocional de Tarkovski se vuelve tremendamente cinemática. De tal modo que pasamos, sin la menor caída de ritmo, de momentos muertos de tensa y angustiosa espera, a deslizamientos suicidas entre las líneas enemigas, y de conversaciones con doble sentido a besos robados en bosques fantasmagóricos. El peculiar tempo de Tarkovski impregna cada detalle, pero aún así se advierte como antinatural, o poco conseguido, el salto a la secuencia final. Por supuesto, su objetivo es que la tragedia final sea en off para acentuar la desesperación del teniente, pero no funciona todo lo bien que debería quizá porque el tiempo "se ha sentido" de otra forma hasta entonces. Sin embargo cierra perfectamente con el cuarto, y último, de los sueños o ensoñaciones.
En cuanto a esos cuatro sueños, son lo más fascinante de la película, de lejos. Todos ellos entroncan gracias al agua, claro, que es el elemento que más aparece en todas las películas del director. No deja de ser muy enigmático que la madre de Iván porte un cubo lleno de agua, y que aparezca hasta en el último de los sueños. También es muy enigmática la niña con la que juega Iván. En cuanto a los caballos y las manzanas, es una imagen que nos trae reminiscencias del Buñuel más surrealista, y que por tanto no merece la pena añadirle un significado intelectual, porque funcionan como imágenes poéticas. No hay nada oculto en caballos que comen las manzanas caídas en la arena. Son simplemente eso, quizá una imagen de felicidad perdida, o simplemente añorada. Igual que la última escena, una imagen de muerte llena de luz y serenidad. Por primera vez Tarkovski se adentraba en los estratos de la muerte, y lo hacía con el sosiego y la clarividencia de un taumaturgo, con la convicción de quien ha estado al otro lado y ha podido volver para fijarlo en una imagen. De igual forma, el sonido Tarkovski lo estiliza hasta la abstracción, y hace un todo irrompible con la música de Vyacheslav Ovchinnikov, para formar un audio que, como el resto, sólo será un embrión en comparación con lo que vendrá después.
Conclusiones
Notable filme de Tarkovski, que aunque dentro de su obra aún es bastante balbuciente, en el cine europeo de los años sesenta fue toda una revelación. Primer León de Oro para un filme más ruso que soviético, al que los censores y los dictadores de turno no supieron encontrarle defectos, y sí una absurda exaltación patriótica que no se encuentra en la película ni con lupa y que por supuesto no era intención de Tarkovski. Sí la de retratar una cierta forma de ser rusa que él conocía bien y que es el corazón de todas sus películas, puesto que él hacía cine por y para su país. A pesar de su inesperado éxito de crítica, Andrei no iba a tener una década de los sesenta precisamente fácil. Más bien todo lo contrario. Es lo que pasa por contar la vida del más famoso pintor de iconos medieval de la historia de su país. Pero eso lo contaremos en el siguiente capítulo.
Otras críticas en Blogdecine:
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