Me parece que hay dos caminos para el cine, o por lo menos hay dos principales. 1 – El cine entendido como evasión suprema, como opio para el pueblo, empleado de la misma manera que los romanos empleaban su circo, y con los mismos objetivos: adormecernos, hacernos creer que otra existencia es posible ahí fuera, hacernos pensar que nos merecemos una vida mejor… concretamente la vida que aparece en pantalla; un cine que nos proporciona bienestar intelectual, gracias al cual estamos encantados de formar parte de la raza humana, esa díscola entrañable. 2 – El cine entendido como espejo, más o menos nítido, de esta realidad, y ninguna otra, porque no vamos a conocer ninguna otra; un cine que no intenta reconciliarnos con nosotros mismos, ni hacernos mejores, ni lograr que aprendamos algo, ni pretende otra cosa que no sea retratarnos tal cual somos: frágiles, violentos, imperfectos, mortales.
Ahora bien, sí que es cierto que aún en el segundo camino, hay directores que “aprovechan” el material que les ofrece la realidad, la vida, para hacer un espectáculo de la miseria y la oscuridad humana, para convertir la vida en algo aún más doloroso, falseándola, erigiéndose en santurrones del sufrimiento. Supongo que es muy fácil caer en lo tendencioso, lo exagerado, lo mentiroso. Por suerte, la película de la que vamos a hablar es del segundo grupo pero, además, no existe en ella ni rastro de divismo disfrazado de humanismo. Una película para la que los términos “descarnada”, “demoledora”, “brutal” o “definitiva” quedan pequeños, muy pequeños. ‘Amores perros’ (2000) es una magnífica película que hace del cine (ese proyecto de arte) algo importante, y Alejandro González Iñárritu, que debutaba con ella de manera triunfal en Cannes y la convertía en uno de los filmes mexicanos más importantes de la historia, es un artista como la copa de un pino.
Si ‘Amores perros’ es cine negro, y creo que lo es, deja en juegos de niños, en meros pasatiempos, en cueros vaya, a gran parte del cine negro norteamericano de los últimos años (de muchos años), que va de muy duro y muy radical, e incluso de transgresor, y que se queda en videojuego para adolescentes, en nadería aguada con blandenguerías propias de ese primer grupo al que me refería al principio. La primera película de Iñárritu y Arriaga indaga, con fiereza y verdad estremecedoras, escalofriantes, en muchos de los infiernos que en las ciudades modernas experimentan sus criaturas. No hay espacio para el lugar común, para los paños calientes o los caminos fáciles. ‘Amores perros’ es dolor. Después, más dolor. Y para terminar, más dolor. El dolor como única seña de identidad del hombre, como único indicio de su dignidad. Como dicen en ‘El retrato de Dorian Gray’, de Wilde, “hay cosas peores que la derrota”.
Tres historias
Cruce de historias, propiciado por el impacto entre dos vehículos en un cruce de caminos, parábola sobre lo impredecible y lo irónico del destino. ‘Octavio y Susana’, ‘Daniel y Valeria’, ‘El Chivo y Maru’. Relatos de gentes que viven y mueren en Mexico D.F., verdadero crisol de desesperación y soledad. Los tres son relatos que se rozan, aunque sea tangencialmente, unos con otros, se encuentran y se completan, y no participan de ellos solamente los personaje que les dan nombre, si no dos docenas más, seres que para Iñárritu y Arriaga, por muy mezquinos, miserables y patéticos que sean esos personajes, y lo son, también resultan dignos de toda conmiseración. Cada una de esas historias, además, habla sobre una escala social. En la primera, la existencia de los proletarios que ganan cuatro duros y se buscan las castañas para salir adelante, jugándose a veces la piel. En la segunda la de los privilegiados, que viven su mentira forrada de dinero. En la tercera la de los parias que lo perdieron todo luchando por cambiar el mundo.
Y a todos ellos les une una particular relación con un perro, o con varios perros, que se erigen en parábolas, o metáforas, de una precariedad anímica irrespirable. Los perros dan sentido interior a la pérdida vital de sus amos, para los que son mucho más que mascotas: se convierten en expresión física y abstracta, a un tiempo, de sus propios demonios interiores. En la posiblidad de redención y en el motivo de su caída. Y si los humanos sufren, los perros también. Y si vemos sangre humana, vemos incluso más sangre canina. Pero no es un relato sobre los malos tratos hacia los animales, y queda descartada cualquier clase de crítica acerca de la peleas de perros con apuestas de grandes sumas de dinero. Lo políticamente correcto, lo habitual, no tiene cabida aquí, sólo la vida. Iñárritu no juzga, simplemente narra. Pocas veces el espectador habrá sido testigo de un espectáculo del horror narrado con tanta contención y humildad. La nerviosa, enérgica, cámara de Iñárritu se mueve con pericia de maestro por algunos de los ambientes más opresivos y nauseabundos que imaginar quepa.
Sentimos así, en nuestra propia piel, el hedor de los antros en los que se obliga a dos perros a pelear hasta la muerte, y en los que el perdedor sale a rastras dejando un charco de sangre. Pero sentimos también el hedor de una sociedad decrépita, con los ricos y los poderosos viviendo a cuerpo de rey mientras los asalariados comunes se pudren en la mugre. El segundo episodio, ‘Daniel y Valeria’, significa una salvaje cura de humildad de una bella modelo y actriz (excelente Goya Toledo) a cuya puerta llama la fatalidad en forma de perro. Y el tercero, posiblemente el mejor de todos, nos describe la atroz existencia de un vagabundo que fue guerrillero, que quería cambiar el mundo y que se quedó sin nada, vagabundo (interpretado de manera magistral por Emilio Echevarría) que conocerá la posibilidad de perdonarse a sí mismo, cuando ya está muy lejos del perdón de sus seres queridos.
Por supuesto, este fue el espaldarazo para que Gael García Bernal se convirtiera en uno de los actores de habla hispana más famosos y con mayor proyección del mundo. No era para menos. Su Octavio (uno de los seres más patéticos que se recuerdan) es un personaje inolvidable, alrededor del cual nos quedamos casi la primera hora de metraje, lamentándonos de la mayoría de sus decisiones, doliéndonos en cada uno de sus avatares, y finalmente sintiendo una gran lástima por él, a pesar de su ambición desmedida y de su incapacidad para aprender de sus errores. Con él, y con todos los intérpretes, Iñárritu se revela como un director de actores de primerísima línea, cuidando hasta el mínimo detalle sus composiciones, sin compartir necesariamente los puntos de vista de sus criaturas, pero comprendiéndoles y ofreciéndoles alguna oportunidad, algo bastante difícil de hacer, a juzgar por las escasas ocasiones en que esto tiene lugar en una pantalla de cine.
Conclusión
‘Amores perros’ es una obra incontestablemente mayor. Cine complejo, adulto, sin concesiones. Probablemente no el tipo de película para ver con los amigos en una noche de evasión. Su crudeza, su desesperación, es lo que te queda tras su visionado. La excelente fotografía de Rodrigo Prieto (que huye de cualquier preciosismo pero también de una abstracción de lo sórdido, creando imágenes sucias pero verdaderas), el lirismo de la música de Gustavo Santaolalla (además de una gran selección de canciones) y el percutante montaje de Luis Carballar, Fernando Pérez Unda y el propio Iñárritu, capturan poderosamente nuestra imaginación, y al mismo tiempo que nos perturban, nos hacen un poco más lúcidos, más libres. El director y el guionista aún nos regalarían otra magnífica película con ‘21 gramos’, un verdadero puzzle emocional. Pero quizá nunca vuelva Iñárritu a crear algo tan poderoso, tan bello y tan terrible al mismo tiempo, tan imperecedero.
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