Laia Costa, Hovik Keuchkerian y Hugo Silva completan la adaptación de Sara Mesa en una película que puede convertirse en el gran éxito español de la temporada
Desde el éxito de ‘Verano 1993’, al cine español, particularmente dirigido por mujeres, le ha dado tiempo de cansarse de volver al pueblo como símbolo de la admiración hacia la España Vaciada frente al urbanismo que nos asola (en ‘Cinco lobitos’, ‘Secaderos’ o ‘Alcarràs’). De hecho, tras este periodo de idealismo neorrural -en el que hemos tenido tiempo hasta de vivir una etapa surrealista con ‘El agua’, ‘Destello bravío’ o ‘Tierra de nuestras madres’-, ahora le ha toca subvertirse a sí mismo con propuestas tan deliciosamente maliciosas como ‘Suro’, ‘20.000 especies de abejas’ o ‘As bestas’. Ya era hora de que le llegara el turno de volver al pueblo a Isabel Coixet para mostrarnos que tras las bambalinas de los niños jugando en los sembrados y las adolescentes soñando con un futuro en la ciudad hay un mar de duras calamidades donde encontrar humanidad es cuestión de lotería.
Un… ¿Amor?
Coixet adapta en ‘Un amor’ la novela original de Sara Mesa del mismo nombre casi sin tocarla: se salta un par de diálogos aquí y allá, convierte a Nat en alguien menos insegura (por suerte, dado que en la novela llegaba a ser insufrible) y trata de no traicionar el ambiente opresivo y terrorífico de La Escapa, que en la película ni tan siquiera llega a nombrarse, haciendo crecer el sentimiento de identificación. Este no es tu pueblo, o quizá sí. En todo caso, podría serlo. Porque en todos los sitios habita gente como el casero metomentodo misógino, el amigo autodenominado sensible dedicado al mansplaining (y las vidrieras), la familia que solo llega los fines de semana y esa pareja inaudita de la que hasta los rincones cuchichean.
‘Un amor’ pega la vuelta a la moda neorrural sin temer señalar el terror de Nat al tener que vivir en un entorno que se escapa de todo lo que conoce. Acostumbrada al ruido de la ciudad y un trabajo que -creía- dejaba su huella en el mundo, el sonido de los perros aullando, la mala educación de algunos vecinos, su incomprensión sobre un nuevo tipo de socialización y sus horas delante del ordenador sin verse con fuerzas para enfrentarse a la página en blanco sin traducir la sobresaltan e incomodan con una presión que el espectador casi puede sentir en el pecho. Al fin y al cabo, la protagonista está enclaustrada dentro de una prisión que se ha autoimpuesto y cuyos motivos no conoceremos hasta mucho más adelante. Su única válvula de escape es la de dejarse llevar por una idealización romántica absolutamente delirante que marca su tiempo allí en todos los sentidos.
La película es tan inteligente que no solo se centra en acometer la dura labor de mostrar la incomprensión de una España que existe más allá de los prejuicios, sino que también disfruta creando la relación antirromántica por antonomasia. Pudiendo tirar de tópicos y lugares comunes -especialmente después de la marca que probablemente dejó en ella su fabuloso documental ‘El sostre groc’, sobre los abusos en una escuela de teatro catalana-, Coixet hace que Nat confunda el sexo con el amor y se cuelgue de la única persona que le ha dado afecto sin hacer que se sienta mal por ello. La directora rompe con todos los moldes, con las ideas preconfiguradas sobre el amor cinematográfico e incluso con una moral judeocristiana quebrada por una Nat que cede ante lo único que le hace sentir real dentro de esa inevitable deshumanización rural que viene cuando todos te consideran extranjero.
¿Te molestamos, franc… Nat?
Tras hacerse público su affaire con El Alemán, Nat descubre pronto lo que es convertirse en la apestada de un pueblo, perder sus pocos medios de subsistencia, descubrir que sus alianzas no eran tan fuertes como creía (si es que existieron en algún momento) y, además, el peso que supone que una mentalidad retrógrada le obligue a tener que dar explicaciones innecesarias. ‘Un amor’ pasa muy rápido de ser una película que te oprime a ser puro terror existencial, de ese que, entre sombras en las paredes, comentarios lanzados al aire y perros salvajes sueltos a dentellada pura no permite un segundo de tranquilidad para recomponer los trozos de uno mismo esparcidos por el suelo y crear un plan alternativo que salve nuestros huesos.
‘Un amor’ nos deja el sabor de boca satisfactorio de los buenos finales. y las decisiones firmes de alguien que ha completado su viaje aunque sea a base de obsesionarse, equivocarse, acatar y dejarse avasallar durante demasiado tiempo. La catarsis de esa urbanita obsesionada con la persona equivocada en un lugar que no estaba pensado para ella llega un poco tarde, dando tiempo a que incluso el público se acostumbre erróneamente a los desaires de un entorno repleto de lo peor de cada casa, desde el violador encubierto como hombre hecho a la vieja usanza hasta el “buen tío” que se cree el tuerto en un mundo de ciegos (y por tanto, el rey) pasando por la madre que insiste en ser amable aunque para demostrarlo tenga que poner a Nat en la disquisición más incómoda posible.
Dejando de lado muy sabiamente un evidente conflicto ético y moral de su protagonista tras unos minutos de duda, la película es muy inteligente al poner el límite en el consentimiento: puede que haya aceptado tener sexo, pero eso no significa que siempre vaya a quererlo con cualquiera. Puede que el intercambio que tiene lugar en la cinta sea moralmente similar a la prostitución, pero al mismo tiempo no se parece en absoluto, casi como un contrato por bienes y servicios: tú me das algo, yo te doy algo a cambio. Y eso no hace de Nat alguien desprotegido, casquivano u objeto de deseo. ‘Un amor’ bordea temas tabú de ahora desde una perspectiva que cualquiera es capaz de entender: si ella ha dicho que sí, es que sí. Si ha dicho que no, es que no. Por mucho que en aquel pueblo no terminen de atinar.
El amor que queda
Laia Costa está espectacular en el papel de la abnegada Nat, casi como quemando el éxodo rural que empezó con ‘Cinco lobitos’ y ‘Els encantats’. Su papel, que dice más con los ojos que con esas palabras que salen dificultosamente de la boca del personaje es un reto apasionante que ha conseguido captar a la perfección. Junto a ella está un Hovik Keuchkerian demostrando ser mucho más que el Bogotá de ‘La casa de papel’ y, sobre todo, Hugo Silva disfrutando como nunca de su parte como amigo entrometido, eterno pagafantas, autoproclamado rey de la inteligencia.
‘Un amor’ tiene todas las papeletas para convertirse en un éxito: aunque a veces cojee de cierta obviedad y de la caracterización casi caricaturesca de alguno de sus personajes (el casero, especialmente), realmente la gran mayoría de las pegas que se le pueden poner vienen representadas en la novela original. Una película repleta de deseo, sexo, cariño, contradicciones propias de una persona metida en la lavadora de la pasión que nunca esperó vivir, un perro tímido como símbolo de libertad, un grito al aire que lo rompe todo.
Y al final, sí, queda un amor, como promete el título. Pero no necesariamente compartido con otra pareja: un amor propio, único, intransferible. El verdadero regalo que Nat consigue hacerse después de sufrir en su propia carne el dolor de un pueblo que opina por ella, cree por ella y, casi, le obliga a dejar de ser ella. Y no hay nada que reduzca el amor tanto como el final del ego.
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